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Grigori Wassiljewitsch, Fischer, 1840

El camino hacia el volcán / Doctor Atl






Amanecía. Desde el ancho camino que cubierto de tezontle, se desarrolla entre llanuras muy extensas y muy planas, el Volcán y la Sierra destacan sus siluetas augustas, sobre el Oriente enrojecido por la aurora.


De los solitarios llanos de San Lázaro –lecho de extinguido lago- parte el camino que conduce al pie de la montaña que Humea.
Limitado por zanjas, se extiende en línea recta por varios kilómetros.


En la altiplanicie de México, la atmósfera es extraordinariamente límpida durante la mayor parte del año, y el aspecto que presenta el in-menso Valle en un día luminoso, tiene algo de la transparencia, de la dureza, de la precisión, de la claridad de una taza de cristal cortado. Pero en el mes de marzo la atmósfera se llena de polvo, de un polvo sutil, que el viento levanta de los lechos de los antiguos lagos que cubrían la llanura, y de las vertientes del Ajusco convertidas en desiertos por los desmontes.

Y entre el polvo caminé, desde mi salida de la ciudad, durante  todo el día, hasta llegar a Amecameca, atravesando secos llanos, pueblos tristes. En toda la aridez del camino sólo una pequeña laguna, situada a pocos kilómetros de México, refresca la atmósfera. Sobre su tersa superficie reflejan los montes de las Calderas –cráteres apagados que en un tiempo vomitaron cenizas que azolvaron los grandes lagos de Anáhuac y que forman el subsuelo de este valle inmenso y grandioso.

A poco andar aparece un cerro de tezontle –el Peñón Viejo. De esta prominencia se ha extraído durante siglos el rojizo y poroso material con que se han construido la mayor parte de  las iglesias y de los palacios de Tenoxtitlan.

Los Reyes –casas ruinosas, desamparadas en medio del llano, tendajos sucios, pulquerías ostentando abigarradas decoraciones.


Ayotla –pueblo miserable, compuesto de una sola calle larga y sinuosa, surcada por a vía férrea. Tras de las casas de adobe gris y salitroso, asoman grupos de olivos. En los corrales permanecen todavía en pie las secas cañas de milpa. Gente silenciosa. Polvo, mucho polvo.
Por el camino que sale del pueblo vienen, arreados por indios de pequeña estatura, flacos borricos cargados de “hoja”.


Santa Bárbara. El polvo aumenta. Toda la circunferencia del valle está velada por densas capas. Pero el Popocatepetl y la Iztatzihuatl, permanecen impasibles erguidos sobre la polvareda.


Cocotitlán –un pueblito de casuchas de adobe entre árboles chaparros, dormido sobre la falda de un cerro cónico y pelón. En la dirección del camino se levantan otros montes cónicos y entre ellos un cráter apagado, inclinado violentamente hacia el Poniente-Sur. Su boca retorcida y profunda parece amenazar todavía a la llanura. Tras de estos cerros, obcedantes, aparecen terribles de majestad, las montañas maravillosas.
Al pie de largas lomas sobre las cuales surgen los primeros pinos, el caserío de Temamatla, celebré en los anales del descuido nacional, por una terrible catástrofe ferroviaria.
El camino sube sensiblemente y atraviesa un torrente.


Tenango –casas caídas, quemadas, polvo, desolación, iglesia colonial, gente triste, burros silenciosos en los corrales, clavados en la tierra por el cansancio. Un arco rojo en una calle de ruinosas paredes coronadas de nopales y de yerbas.
Tiene algo de triunfal esta calle –parece la Vía Triunfal de la miseria.
Y el camino continúa, ascendiendo lentamente. Entre densa polvareda vienen trotando indios cargados con fardos inverosímiles de hojas y cañas de maíz.
En la atmosfera caliginosa, el Volcán y la Sierra se esfuman con transparencia de capas de cristal interpuestas en perspectiva infinita…
Sobre una ligera elevación, el pequeño pueblo de Yeyepango, y detrás, el Sacro Monte , cubierto de cedros y de encinas.
La luz de la tarde ilumina con nacaradas coloraciones las masas ineludibles de la dos montañas.


Amecameca. Setenta kilómetros de marcha no han sido realmente fatigosos. Pero la travesía por campos secos y por caminos descuidados, la visión constante de pueblos sepultados en el pol-vo y la pereza, la desolación del paisaje y el aspecto taciturno de la gentes que trotan por los caminos, han dejado en mi espirito aplastante sensación de tristeza, un sentimiento de honda compasión, una terrible certidumbre de barbarie funeraria, mantenida por la tiranía, rociada con pulque y alumbrada por un sol que no tiene misericordia para revelar miserias.


Sobre el trágico escenario de estos valles inmensos, solamente despreciativas, las dos montañas enrojecidas por el crepúsculo, surgen entre el aire opaco como una vana aspiración iluminada por una gloria de sangre!












Por Doctor Atl. Tomado del libro “Las sinfonías del Popocatepetl”. Ediciones México Moderno, 1921.