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Grigori Wassiljewitsch, Fischer, 1840

¡A la brava, ése! / Jesús Romero






Raúl se despertó sabiendo que ése día no sería normal. Uno de los Ducks se atrevió a abusar de una de las morras de la banda y eso sólo podía significar venganza. La reunión sería ese mismo jueves, justo en la puerta trasera de la fábrica de harina. Y esa tarde ¡maldita sea! en esa tarde pasaría algo importante.
-Vamos a enseñarle a estos putos a respetar a las viejas- dijo el Mara, de modo imperativo a la banda.
- ¡Ora si se pasaron de verga!- Contestó Raúl, ansioso.
 – Nos veremos  hoy a las 7, justo aquí- comentó el Mara para concluir.       
El Flaco, como le decían a Raúl por apodo, se preparó para salir. Botas negras y viejas con estoperoles en las puntas, pantalones de Mezclilla sucios y rotos a causa de su trabajo como limpiaparabrisas. Camiseta negra con el logo de su banda favorita Transmetal,  y unos guantes raídos servirían como armadura para este guerrero de las calles.
El crepúsculo anunciaba la llegada del anochecer. La sombra de Raúl se extendía sobre la acera, denotando así una delgada pero fuerte figura de niño de 13 años. Y es que, en veces, esta vida que puede ser muy bella, pero también puede patearte en la cara; sobre todo cuando eres alguien que no se lo merece.
Todos estaban ahí, frente a la vieja puerta de metal de la fábrica; El Chiquito, un adolecente de 17 años, de tan sólo un metro y cuarenta de estatura, pero bastante bravo para darse en la madre; La Lagartija, un muchacho muy rápido y escurridizo, muy bueno para los putazos; La Vaca, con su siempre dulce función de pegamento y thinner dentro de  una bolsa, y otros cuantos, quizá siete o nueve, ayudarían a demostrar quienes eran los pinches amos de la calle. Y frente a todos estaba el Mara, El Gran Mara, portando un revolver en uno de sus bolsillos traseros, por si las cosas se salían de control ¡No podía tener ni siquiera 16 años y sabía perfectamente cómo disparar un arma!
-Escúchenme, soldados- dijo, con un tono de autoridad  que recordaba a Dracón-. Hoy vamos a romperle la madre a cualquier pendejo que se nos atraviese en camino. Hace unos días se quisieron sentir muy vergüdos los putos Ducks y violaron a Carmelita –Aclaró, mientras sujetaba con la mano derecha uno de los hombros de una muchacha morena- Hoy van a aprender esos pendejos que con Los Muertos no se juega. Yo sé que muchos piensan que esto es una mamada, pero entiendan algo: ahora fue ella, pero mañana pueden ser sus jefas o sus carnalas.
Para cualquier persona que observase en la distancia tal espectáculo podrían tacharlo de superficial y risible, nada más que un acto de vagancia y vandalismo. Ahora, aquellos muchachos no era sino una muestra de nuestros instintos, el arriesgar la vida por un ideal,  y lo oculto que vive en tantos ojos insondables; dolor, miedo e ira. Sin embargo, aquellas máscaras de hipocresía, que suelen abundar en las personas destinadas a tener miedo, hacían negar el hecho de que la vida no es sólo un egocentrismo estúpido, sino una lucha por lo que se cree.
Raúl escuchaba, absorto, mezclando en sus pensamientos una serie de ilógicas referencias sobre su infancia. Él ya no tenía una madre que perder, se había largado hace mucho tiempo para descansar en el cielo, te extraño jefa. Y su padre, bueno, no era precisamente lo que se espera de un padre. Noche tras noche, borrachera tras borrachera, y golpiza tras golpiza, le hicieron saber a Raúl una cosa muy importante que no se aprende hasta los treinta: estás sólo en este mundo, arréglatelas como puedas.
-¡Pinches vagos marihuanos! –gritó la voz de una mujer desde el otro lado de la calle- ¿Cómo no se van a chingar a sus casas?
-¿Quieres darte, Flaco?- preguntó la Vaca, mientras acercaba la bolsa que contenía la embriagante droga, ignorando así los lejanos reclamos.
-Simón, ése- contesto Raúl, inhalando con todas sus fuerzas de la bolsa. Elixir ¡oh dulce elixir que estremeces el alma, seduciéndola con el placer!
Podrían llamárseles delincuentes, ladrones, vagos perdidos en el vicio, pero nada de eso era así, y si lo eran existía un motivo importante. Si la vida es una mierda contigo, tú también tienes derecho a serlo con ella, dijo en cierta ocasión el Mara a Raúl.
Eran la Banda ¡Eran Los Muertos! y ningún otro tipo de personas significaban más para Raúl: para El Flaco. No, no eran ladrones, ni delincuentes, ni vagos, ellos eran guerreros. Cual templarios en busca de la copa de donde bebió su rey; como gladiadores que se batían hasta la muerte o como todos los jóvenes que murieron asesinados cumpliendo su deber en una guerra sin sentido. Sí, eso eran los Muertos; guerreros nacidos en el lugar y el siglo equivocado.
-Prepárense- ordenó el Mara- ahí vienen esos putos. Y le juro a Carmelita, frente a todos ustedes, que les vamos a sacar los ojos por el culo.
Al terminar su discurso el Mara señaló hacia el norte, los Ducks se aproximaban, doce matones de la peor clase; entre ellos algunos que casi duplicaban la edad de Raúl.
-¡Ya mamaron hijo de su puta madre!- gritó la Lagartija adelantándose, agitando una cadena en el aire.
-¡Chingas a tu madre pendejo!- respondió uno de los Ducks   
El Flaco estaba listo. Para él ahora la más grandiosa de las espadas era un palo de madera con un clavo atravesado en su punta, por escudo usaría una lámina de lata, con un dibujo de Coca Cola en el frente. Raúl acerco una vez más la bolsa con el thinner a su boca y narices para matar el miedo. Antes de devolver el tan peculiar contenedor la Vaca inquirió
-Tengo miedo Flaco ¿cómo le entro a los madrazos?- Por más adicto que fuera la Vaca a los inhalantes seguía teniendo once años. Su inocencia no le daba valor para enfrentarse al duelo que se aproximaba. Raúl meditó ¿Cuál era la manera correcta de dañar sin ser herido en el combate? La respuesta era obvia.
Ser un muchachito ya no es un derecho, ahora es un paso al abismo. Ser joven es una pelea a muerte, y eso significa matar para no morir.
-¡A la brava, ése!- contestó por último, antes de lanzarse a la batalla.


Lo primero en agitar el aire fue el zumbido de las piedras que salían disparadas de parte de ambos bandos. No eran lanzas o flechas, sino simplemente piedras; piedras asesinas, piedras que lastiman, piedras que matan.  Y casi lo hacen con un de los Ducks al golpearlo en la cabeza. Unos menos, pensó Raúl, uno menos con quien pelear. Los bandos estaban ahora de frente.
 -¡Sobres Chiquito!- grito el Mara- ¡Vas! -ordenó- ¡Quítame a este pendejo de encima!
-Toma puto- contestó el Chiquito, antes de asestar un golpe en la cara de un muchacho moreno y obeso que sujetaba al Mara.
-Ahuevo pinche Chiquito- afirmo el Gran Mara, con mucha gratitud. Una vez que ése Duck estaba tendido de bruces en el suelo ya no podría pelear.
La calle donde se suscitaba el enfrentamiento cambió de color de un momento a otro. De ser un sitio gris, con las paredes llenas de grafitis y manchadas por el smog  un vivo rojo carmesí trasformó el entrono. Sangre, sí, era sangre. Sangre de Muertos y Ducks. Odio, dolor, y sangre ¡Me encanta! pensó Raúl, antes de recibir una patada en el tobillo izquierdo. Giró sobre sus talones para encontrar un contrincante que media al menos dos metros de altura; era un monstruo enfundado en una chaqueta de cuero negro.
El puño izquierdo de la bestia descendía rápidamente para asestar un segundo golpe al Flaco, de no ser por el improvisado escudo todo habría terminado. El puño del matón se lastimó en la parte de los nudillos. ¿Era hora de celebrar?  Probablemente. De no ser por lo que sucedió en un instante sería algo oportuno.
 Aquel monstruo Duck era rápido y fuerte, eso estaba claro, y el golpe que terminó sobre el ojo derecho de Raúl lo confirmaba. La inflamación fue inmediata, inyectando de sangre a aquellos jóvenes ojos, ni siquiera su padre había logrado tal efecto. Claro, un pedazo de carne desollada por el azote de un cinturón o cardenales en la espalda eran duros, dolorosos, pero no tanto como que un puto Duck le pegara en la jeta. La piel era una cosa; el orgullo era otra. Además, el thinner ayudaba. ¡Gracias Vaca! 
 Un tercer golpe ya corría en el aire, apunto de acertar en el muchacho. De no ser por aquella letal espada, un palo con un clavo en su punta, el golpe sería fatal. Raúl agitó el arma sin ninguna certeza de acertar en su enemigo. Pero lo hizo. El monstruo cayó al suelo con una herida  en el muslo, chillando de dolor. No era suficiente excusa para visitar una sala de urgencias, pero si para derribarlo. Entre más grandes caen mejor.
-Pinche put…- anunció el gigante Duck, antes de recibir en su rostro las vieja botas de Raúl. Uno, dos, tres, cuatro. Patada tras patada, era furia la que deformaba el rostro del gigante. Furia contra su padre, furia contra un mundo lleno de mierda, furia contra los Ducks por violar a una inocente niña. Ahora Raúl era un hombre, era el Flaco, y si alguien se le enfrentaba seguramente perdería… a menos que le enterraran una navaja.  
Lo primero que sintió fue un extraño calor. Pero no como cuando se orinó en los pantalones por estar borracho, o como el ardor que le quedó después de encender un cigarrillo de marihuana. Este era un calor distinto, se sentía por dentro, en sus entrañas. Seguidamente una sustancia cálida corrió hacia sus pantalones, viscosa y extraña. Esa sensación ya la había sentido antes, pero solo en sus manos y en sus labios rotos. Era sangre. Era su sangre.
Raúl miró hacia atrás. De no ser por el escalofrío que empezaba a correrle por todo el cuerpo, y lo imposible que le resultaba ver correctamente tras el golpe del gigante hubiese visto el rostro de quien le hizo eso. Sin embargo sí vio algo… y era algo terrible.
 Una navaja estaba encajada en su costado derecho. Alrededor de ella una mancha de sangre se expandía lenta pero constantemente. El cielo parecía más cercano, el ruido de alrededor disminuía y el suelo se acercaba cada vez más a él. Quizá era él quien se acercaba más al suelo, ya no importaba.
Raúl perdía la conciencia. El escudo falló, la espada falló, el Flaco falló, y pronto todo terminaría. Estaba bien, morir no era tan malo. Juntos resistimos y divididos caemos, o algo por el estilo decía esa canción.  
Antes de perder el sentido lo escuchó.
¡PUM!
Eso fue el fin de todo.


Raúl se despertó sabiendo que ése día no fue normal. Un Ducks se atrevió a  enterrarle una navaja, y… nada más. Esos no significaba nada, a excepción de que su ropa de bandolero fueron cambiadas por una bata blanca y suave.
-Hijo- Dijo una voz llena de alegría- pensé que no despertarías nunca- Era su padre, sentado a un lado de la cama donde Raúl yacía recostado.
-Estás en el hospital-  aclaró el padre de Raúl- ayer te pegaron y te picarón con una navaja. ¿Cómo estás, chiquito?
- Bien jefe- Eso era una mentira, después de ser apuñalado y tener el ojo más hinchado que una toronja nadie estaba bien- ¿Dónde está el Mara?
-Al Mara lo levantó la policía- contestó el padre- le disparó a un muchacho.
El padre de Raúl empezó así a relatar qué sucedió durante la pelea. Tras unos minutos del conflicto, llegaron al lugar algunas patrullas, cinco de sus amigos fueron atrapados, sin contar a los ocho Ducks que terminaron tras las rejas. Al Mara lo atraparon a unas cuantas cuadras, acusándolo de ser el culpable de la muerte de Santiago Castillo de 19 años. El revólver cumplió su misión de manera correcta. Pese  a la presencia de la tira el resto de los muchachos escapó.
Según un informe, fue el propio Santiago quien apuñaló a Raúl, además de ser el presunto violador de la señorita Carmela Vázquez. Gracias Mara, pensó el Flaco, al menos a ése pendejo le salió bastante caro. El relato del padre continuó hasta verse interrumpido por las lágrimas que asomaron en sus ojos.
-Hijo, lo siento- Dijo, con voz temblorosa- Perdóname, por favor. Te fallé y no te cuidé como debía. Lo lamento mucho.
-No hay pedo, jefe- contestó Raúl, casi arto por los inoportunos sollozos.
- Gracias- le respondió, enjugándose el rostro. Tras un momento de silencio pregunto al chico - Pero… ¿cómo pudiste soportar tantos golpes?
Raúl lo meditó un momento ¿Cómo demonios logró burlarse de la muerte si ella ya tomaba la mano de él? La respuesta era obvia, porque este mundo es una mierda y todo lo que hay en él; es por ello que hay que enfrentarlo con valor. Tras una pequeña risa contestó.


-¡A la brava, ése! 


Ilustración por Marco Bochicchio




Por Jesús Romero. Estudiante de la carrera de Ciencias Políticas en la Benemérita Universidad Autónoma de Puebla.











   

Algo fugaz / Eduardo Villaraldo

C apareció y permaneció en mi vida como una lluvia en invierno.
Algunas noches, cuando regresaba a casa y no me vencía el sueño, le contaba a Jaja de ella. Le conté, por ejemplo, de aquel día que me persuadió para ir a una tocada de un músico local, y bebimos tantos litros de cerveza que agoté mi dinero sin darme cuenta. Y cuando la cerveza nos tenía en sus manos y nos mecía, y ambos estábamos calientísimos nos fuimos a un motel. Jodido lugar. Apenas tenían suites desocupadas y yo no tenía ni un quinto. Entonces C se ofreció a pagar (o quizá yo se lo sugerí). Y después que C le dio el dinero al encargado tuvimos una noche apresurada. Aunque me había masturbado un par de ocasiones antes de salir de mi casa, mi verga apenas aguantó dos sesiones. Y la segunda fue un asunto de espanto. Sí, fue una mala experiencia.
Cada noche que yo le contaba un nuevo episodio a Jaja, él daba un ladrido y movía la cola de un lado a otro.
Otra ocasión le conté de cuando C amó. Había sido un amor indigno y atroz, pero C no oía palabra alguna y no veía más allá del cuerpo del hombre al que amaba. Ese amor se tradujo en angustias y C cada vez fue peor. Al mismo tiempo que C amó, yo me enamoré de ella. Y mi amor también se volvió indigno y atroz, pero a diferencia de su amor, el mío no tuvo el vigor suficiente para cegarme por completo. Yo podía escuchar y ver más allá de ella, aunque eran percepciones mínimas, eso era una ventaja.
Cuando el efecto de aquel amor fue disminuyendo, C comenzó a beber con regularidad. Yo la acompañé un par de veces. Pero en ninguna de esas dos ocasiones yo bebí. Ella bebía con quien quisiera beber, y yo me limitaba a verla de lejos. En ambas ocasiones, cuando C ya estaba ebria y quería irse a su casa, procedió de la misma manera: me tomó de la mano y salimos a la calle. Y antes de poderla subir a un taxi, se tiró en la banqueta, abrió las piernas, se subió la falda y puso a disposición de quien pasara por ahí su calzón blanco y sus largos vellos púbicos que escapaban por el borde de su calzón. Y después de tardar algunos minutos en pararla, C quiso comprar vodka y seguir bebiendo en su casa. Bueno, las borracheras tampoco eran cosa que le asentaran.
Pero un día C dejó el alcohol. Y entonces ella y yo seguimos saliendo pero todo lo que tomábamos eran cafés o tés. Y en una de esas salidas, luego de tomar algunos cafés y de calentarnos en ese café-bar, salimos a la calle y fajamos bajo una lámpara de escueta luz. Al poco rato pasó una patrulla, y yo tuve la suerte (¿sí?) de verla, y entonces desenterré mi cara de sus grandes tetas y quité mi mano de sus nalgas. Y ella devolvió mi verga a mi pantalón y se colgó de mi cuello. Y luego, aún calientes, cada quien caminó por su lado. La espontaneidad también la jodía.

Y cuando me enteré de su muerte no tardé en decírselo a Jaja. Todo en la vida de C había sido eso. Alcé mis hombros, ladeé mi cabeza y antes de estallar en una carcajada tuve un último recuerdo de ella. Recordé cuando yo iba en el colectivo y la confundí con un borracho que estaba tirado en la esquina de una calle, cerca de una maceta, y caprichosamente tenía puesto un vestido café y unos zapatos de hombre; yo me apeé del colectivo y comprobando que no era ella abordé el siguiente. Luego de ese recuerdo lo dije: bueno, de todos modos, su vida había sido una mala experiencia. Jaja ladró, y en lugar de mover la cola esta vez se meó en la pata de mi cama. 





Por Eduardo Villaraldo. Estudiante de Derecho en la Benemérita Universidad Autónoma de Puebla.