Corría desesperadamente; veloz, como
bólido, se lanzó por Anillo de Circunvalación, hacia el sur. Ágil como un gato esquivaba
el río de coches, camiones de pasajeros, carros de carga, bicicletas,
motocicletas, etc., etc. que convierten a esa calle lo mismo que a cientos de
otras del Distrito Federal, en represas abiertas, en lava que ha tomado forma
de vehículos; en rápidos de ríos caudalosos que arrastran troncos, animales y
casas, y destrozan embarcaciones azotándolas contra las rocas.
En su cerebro, cuya idea fija era, por
reflejo vital, la de escapar de sus perseguidores, todo ese río de lava
forjada, aparecía como algo móvil y petrificado: eran los mismos vehículos y
eran otros al mismo tiempo.
Para ganar posibilidades, corría por entre
el río de vehículos rugientes e indiferentes a una pequeña tragedia humana.
Hay individuos que ante un gran peligro,
pueden configurar su siguiente acto en una milésima de segundo y a cien metros
de distancia percibir un puñal, el brillo del cañón de una pistola, o la piedra
con la que podrían tropezar; otros se paralizan totalmente y actúan como el
cervatillo ante la boa constrictor;
los hay que ponen en juego toda su energía física, toda su habilidad
muscular, pero les falla el pensamiento. Esto fue lo que a él le sucedió. Lo
hipnotizó la corriente vehicular y no se dio cuenta de que iba a llegar al
cruce donde las circunstancias ya no confluirían en favor de él.
Sus perseguidores, más cautos, más
cerebrales porque los guiaba la ira sorda pero no cegadora, no trataron de
perseguirlo linealmente. Se extendieron por la banqueta, sorteaban gentes pero
no vehículos; iban más en recta que el fugitivo. Por eso y porque los cinco se
comunicaban entre si sus movimientos tácticos, previeron el semáforo antes que
él.
Con dos zancadas más hubiera rebasado Fray
Servando Teresa de Mier y habría quedado situado en el otro río, pero retrasó
esas dos zancadas y como los sabuesos ya habían previsto el movimiento, le
cerraron la calle y no tuvo más remedio que quebrar veloz, hacia la derecha. No
lo atraparían, pero jóvenes también, veloces y entrenados, descontaron la
ventaja porque en su desesperación, el fugitivo, ante la tenacidad de sus
perseguidores, volvía la cabeza perdiendo así preciosos instantes que los otros
ganaban. Y así, así, así, así, solo así, se oía el jadear del uno y de los
otros.
Ahora sí, su cerebro se esforzó por prever,
percibir, ver hacia adelante, pero: ¡mala suerte! Iba a cruzar una callejuela,
cuando percibió, al final de la otra cuadra, el azul pálido del uniforme de un
policía. ¡Rápido! en carrera libre, viró de nuevo hacia la derecha!
Los cazadores se intuyeron entre sí y
recurrieron a la táctica sorpresiva. Uno de ellos gritó: ¡Un ladrón, agárrenlo,
es un ladrón! Y se formó un coro contrapunteando de cinco voces: ¡Agárrenlo, es
un ladrón!
Ahora, él sabía que sus perseguidores
serían, no cinco, sino diez, tal vez. En cada transeúnte adivinaba un enemigo y
como gato acosado por una jauría, comenzó a lanzar rasguños y mordiscos en
forma de bofetadas y puntapiés a quien cayera. Alguien audaz le puso una
zancadilla. Por el propio impulso, el perseguido se lanzó hacia adelante
trastabillado. Cayó; su cuerpo se talló en la banqueta, le sangraron las manos
y se rasgó el pantalón a la altura de la rodilla; no obstante, se enderezó
rápidamente y continuó la carrera, pero todo esto le hacía perder la noción de
lo que hacía y de la dirección en que iba. Ya sin perspectiva, siguió por una
calle en la que vio cuatro camiones de carga estacionados. Hacia allá se
dirigió, pero…era un callejón sin salida. Se dio cuenta sólo cuando se topó con
la pared de la cerrada. Creyó engañar a sus perseguidores metiéndose por debajo
de los camiones. El callejón, prefiguraba, irónicamente, su ruta existencial:
correr tanto y desde tan lejos para venir a caer en esto…
Con su mano derecha, sacó de debajo de su
camisa un bolso de mujer. Tuvo la
mala, estúpida ocurrencia de “volarle” ese bolso a una señora regordeta,
elegante, muy maquillada, y de mediana estatura que en un impulso “bohemio”,
capricho de ricachona curioseaba por ese gran mercado de mercados que es la
Merced, en la “fayuca”, ese contrabando de menudeo al por mayor o de mayoreo al
por menor que se ha hecho presente característicamente en algún barrio o en
algunas calles de las grandes ciudades de México.
Como la majestad que por capricho regio se
atreve a caminar entre sus súbditos, así ella, tuvo la humorada de pasear por
ese barrio. Admiraba los equipos electrónicos cuando vino el jalón que la despojó
del bolso. El ojo había apuntado bien: se trataba de una de esas princesas
extravagantes que quiso codearse por algunos minutos con la plebe.
Evidentemente era la esposa de algún político, pues al grito de ella, como
resortes del mismo color más o menos de la misma catadura, saltaron cinco
tipos. Se sorprendieron pero no se descontrolaron ni se perdieron en
averiguaciones oculares. Su mirada de gran angular, entrenada, igual que todo
su cuerpo, captó, por parte de cada uno de ellos, al raterillo. Ágiles y
maquinales, de expresión torva, y, según se veía, especímenes entrenados para
el golpe, la persecución y el castigo; bien preparados física y mentalmente
para todo ello, saltaron como lebreles. Tácticos, se dislocaron rápidamente en
forma desplegada, emprendieron la carrera e iniciaron la persecución…
Se sacó el bolso de debajo de la camisa.
Hábilmente lo había guardado ahí durante la carrera como un recurso adecuado;
así no estorbaba ni había peligro de soltarlo. Lo aventó hacía las yerbas que
crecían en rectángulo de tierra que, en ese callejón, había quedado libre de
cemento cuando los constructores se retiraron, dejándolo sin terminar. Esto es
solo detalle. De todos modos el movimiento ya había sido captado por los
“guaruras”.
Uno de ellos, El “conejo” se arrastró por
debajo de los camiones de carga estacionados un poco en trapezoide. Solo eso se
le ocurrió. En su desesperación, en su ceguera suicida, pensó, tal vez, que
podría escapar por algún hueco mal cubierto del cerco que le tendían. Vana ilusión,
como dice la canción.
Alguno de ellos encontró una piedra y se la
lanzó; no le atinó pero fue una advertencia.
-Apúntale no más con la “fusca”. –instruyó
otro.
-No, p’a qué? Este es rejego y no se
asusta; me va a obligar a tirar y se va a armar el escandalo. Además lo quiero
tener en mis manos para darle una “calentadita” al cabrón por lo que nos hizo
correr. ¡Es pieza menuda, para qué gastar pólvora…!
A gatas andaban los seis; él por debajo, de
un camión a otro, parándose entre ellos, buscando el hueco para escapar; los
otros cercándole. Tembloroso, como un conejo asustado ante la jauría, vigilaba
los movimientos de los cazadores. No podía evadirlos; fue cambiando su actitud,
y de conejo aterrorizado se convirtió en rata asustada pero enfurecida, dispuesta
a defenderse. Un guarura se arrastró con cierto éxito por debajo de un Ford, la
rata lanzó un mordisco: un taconazo que envió apoyandose en el suelo con las
manos, semisentado, alcanzó a rozar la cabeza del guarura.
-¡Ah! cabrón, por poquito y me llega,
-pensó el “guarura”- pero de aquí no sale; es cosa de un poquito de paciencia.
A ver tú “Cholo”, y tú, “Dientes”, búsquense algo con que aguijonerarlo.
“Cholo” y “Dientes” se fueron; eran dos
metros; eran dos menos. Pero, ¿acaso así había más posbilidades de escape?
-¡Pinche callejón sin salida! – gimió,
emberrinchado y dolido.
Se refería al trozo de calle, pero tal vez
en su inconsciente tambien a su situación, un verdadero callejón sin salida. La
perspectiva era angustiante. Le amenazaban: o una patiza de la que “estos”
saben dar, habilidad conocida por el pueblo, sobre todo el de abajo, o bien en
encierro de quién sabe cuánto tiempo. Esta última perspectiva era quizás más
“cabrona” y como que no…
Uno viene del campo, acostumbrado desde la
infancia a espacios amplios, abiertos. El cerro o el bosque son más bien el
adorno, lo que quita la monotonía del llano. En el campo el aire es más limpio
aunque sea terregoso; es soledad, muchas veces, pero menos mezquina que la
soledad entre miles, decenas de miles o millones de congéneres. Allá, si te
insultan no estás obligado a agachar la cabeza ni a cuadrarte en ritual
animalesco. Allá puedes descargar tu furia, si es muy grande, contra la hierba,
las piedras o los árboles, ¡hasta contra ti mismo! Aquí ni eso, pareciera que
ante tanto peligrar la existencia, el ansia de vivir se embota y se condensa a
tal grado que se pierde el empuje del existir y se vuelve uno medroso. Lo
acobardaba la cárcel porque sabía que en ella encontraría , multiplicado, lo
que más le molestaba y le irritaba de la mayor parte de la gente.
Por todo ello tembló: “¡Cualquiera otra
cosa, menos la cárcel! ¡No, eso no!” Por eso, al agudo golpe en la espalda,
reaccionó como un perro acorralado por hombres rabiosos que quieren matarlo:
-¡Hijos de su chingada madre! – aulló. Otra
pedrada mas le rebotó en la cabeza; no lo atontó, sino que le produjo más ira
por el dolor y volteó. Error: solo vio luces que le produjo el impacto de la
otra pedrada que se le estampó, en el ojo izquierdo. Y la frase brotó por
primera vez pura, limpia y profundamente dolorosa: “¡Madrecita linda!...¡Ya me
chingaron mi ojo, madrecita…!”Se revolcaba por el dolor y el pánico de
perderlo.
Ahora sí, con toda impunidad para ellos por
la indefensión, de parte de él, le cayeron a pedradas, lo atormentaron a
piquetes con el palo de escoba que encontró uno de los enviados y con el trozo
de varilla colada que se había agenciado el otro.
-¡¿Madrecita linda?! – remedó el que
jefaturaba-. Vas a ver cabroncito, te vamos a dejar como p’a limosnero.
Existe esa expresión, no necesariamente
tiene que tomarse al pie de la letra cuando alguien la dice, pero estos hombres
son cumplidores, no subliman sus fantasías sino que las realizan.
La captura fue fácil: uno lo jaló por un
pie, mientras él, desesperado, arañaba el suelo, el mofle del camión, el
calabazo, las llantas. Se agregaron otras dos manos y luego dos más al otro
pie. Hicieron su debut los puntapiés, vino el pánic: ¡Madrecita linda! gritó con
lejana, profunda ternura, súplica de auxilio, tal vez, o arrepentimiento.
Ternura que a fuerza de ser soterrada, aplastada, emparedada, tardó en
expresarse los veinte o veintidós años de edad que se le podían calcular.
El jefe del grupo, un fortachón de traje
gris sucio, corbata con fistol, y anillo con vidrio de éste tamaño, pateaba al
caído. Luego con rápido movimiento le confisco al “Dientes” la varilla:
-¡Aquí esta tu madre, cabrón!, ladró y le
soltó el varillazo en la cabeza, que sonó como jarro quebrado. Hasta el
“Dientes”, mayor que los otros y acostumbrado a esos menesteres se estremeció:
-¡Chale, Gertrudis, que gacho le sonaste!
-¡Si quieres ponle mentolato o vic vaporú,
pinche “Dientes”!, - le instruyó el Gertrudis. No nos pagan por hacer caricias,
güey…
Y cuando triunfales, se retiraron, el “Dientes”
fue el único que con lástima, volteó a ver al paria que quedó allá sin sentido.
Salamero y perrunos, llegaron ante la
patrona que los miró furiosa, hasta comprobar la recuperación del bolso.
-Todo está bien, muchachos, dijo después de
revisarlo y comprobar que no faltaba nada. A manera de agradecimiento les sobó
el lomo: ¡Qué bárbaros! Son ustedes unas águilas. ¡Qué bueno que me
acompañaron!
-¡Gracias señora, dijo oficial y untuoso el
Gertrudis y añadió: -Es nuestro deber y nuestro trabajo el servirle y
protegerla.
Los vecinos, que, medrosos, curiosearon el
incidente por entre los visillos de sus ventanas, sobre todo las mujeres,
auxiliaron al herido: lo consolaron y le pusieron lienzos de agua salada
mientras llegaba la cruz roja.
Ya en el hospital, después de los primeros
auxilios, luego del examen y de las radiografías, el médico diagnosticó:
fractura de cráneo y posible pérdida del ojo derecho; el izquierdo definitivamente perdido…
-Así fue mi señor, así fue como perdí la
vista, - remató con el tono neutro del narrador que solo refiere hechos
legendarios, crónica del pasado.
En tono menor, pero con sinceridad y con
voz apagada, agregó:
-Por mi madre, que es lo único que tengo y
quiero en el mundo, le juro que fue por hambre; en serio, no por vicio ni
maldad. Ya llevaba dos días sin comer, no había tragado nada. Ahora sí, ¡ni
hablar!, aunque sea un taco al día, pero me lo echo.
Aquí ya no supe si era serio o irónico el
comentario. La voz del ciego suele ser ausente, distante.
-¡Por el amor de Dios! – suplicó después-,
deme una limosnita, mi señor.
Apreté las quijadas porque se me hizo un
nudo en la garganta:
-¡Por amor de Dios!, pensé, decepcionado…
Le dejé unas monedas que le alcanzarían tal
vez para unos días de comida. No podía hacer más. Redimirlo a él y a muchos
como él es un trabajo de muchos Prometeos. Si no son falsos…
Los párpados de sus ojos se movieron. No
pude interpretar su movimiento, pues no me dijo: “¡Dios se lo pague, señor!”
Partí sin decirle adiós…