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Grigori Wassiljewitsch, Fischer, 1840

Mira nuestros pies/ Gabriel Rodriguez Liceaga

Vengo sentado en el metro, vibra el teléfono en mi bolsillo del pantalón. Lo saco para ver de quién se trata aunque estoy cien por ciento seguro que es Marisol. No le voy a contestar. ¿Qué voy a decirle? ¿Qué puedo yo decir que cambie algo? Son cosas que pasan. En parte fue tu culpa. Es lo mejor para los dos. Todas las relaciones llevan implícita su autodestrucción. El tiempo curará todo… ¡mentira! El tiempo es la enfermedad. El tiempo tiene la maldita culpa, como siempre. Tiembla quedo e inocente el maldito teléfono celular, como si tuviera frío. No le voy a contestar la llamada. Para qué escuchar a Marisol llorando, hipando, pidiéndome que haga algo. No se puede hacer ya nada. Con esta van once llamadas perdidas entre ayer y hoy. Tal vez debería sencillamente apagar el teléfono. ¿Pero y si me llaman del trabajo? Me urge que me llamen del trabajo. Viene lentísimo el metro. Cada vez es más infrahumano transportarse en esta ciudad. Al menos hasta ahora no se han aparecido los sujetos que cargan a cuestas una bocinota o los drogadictos que hacen malabares sobre fragmentos de botella o los sidosos que venden empanadas de atún. ¡Hazme el favor! Quién en su sano juicio le compraría alimentos a un sidoso. Son las cuatro y media. Quedé de verme a las cuatro con Ulises en el restaurante de Bellas Artes. No entiendo por qué le encanta ese restaurante de ancianos. Ulises quiere que conozca a su nueva novia. Estoy a dos estaciones de mi destino. Ojalá me preste el dinero que le pedí. Pienso en Marisol. Era linda Marisol. O más bien lo sigue siendo. El teléfono deja de vibrar. Imagino a Marisol desesperada al otro lado de la línea, con la cara roja de tanto llorar y los ojos de sapo. Aun así debe lucir bellísima. Un chamaco indígena recorre el vagón repartiendo pequeñas hojas color rosa fluorescente. Meneando la cabeza le indico que no estoy interesado en su misiva pero él de todas maneras coloca el papel arrugado en mi rodilla. Leo:

“Somos pobres, mira nuestros pies. Pido ayuda a usted ya que no tengo, y como vengo de la comunidad más pobre de puebla no tengo que comer, por lo cual le pido de todo corazón que me ayude con una moneda que no le afecte su economía y que dios lo bendiga”
           
Uno ya no puede salir de su casa sin que dios lo acabe bendiciendo en contra de su voluntad. Observo los pies descalzos del chiquillo alejándose mientras reparte sus tarjetas a lo largo de todo el vagón. Pies hinchados y ateridos de tanta mugre, pies con una cicatriz de carne haciendo las funciones de suela.
A Marisol se le reducía el corazón cuando un hambriento se le acercaba suplicante. O más bien, se le reduce. Obvio, que yo sepa, ella jamás ha viajado en metro. Es la típica mujer que quiere solucionar los problemas del mundo regalando dulces Acuario. También les obsequiaba cigarros a los limpiaparabrisas, hasta traía una cajetilla de Delicados exclusiva para ese fin. Cientos de veces me tocó verla pedir que pusieran las sobras de su comida para llevar. Pinche Marisol toda flaca pero regalando cajitas de unicel a las marchantas y vienevienes del rumbo. Más de una vez nos burlamos Ulises y yo de ella. ¡Preocuparse por los pobres! Eso es como del siglo pasado. Una vez le dije que los pobres eran tan necesarios como la gente que en un baile permanece sentada, para establecer así la diferencia entre una circunstancia y otra. Me gritó que era un ignorante y Ulises tuvo que intervenir. La voy a extrañar.
Estación Bellas Artes. Me bajo sin poder devolverle al chamaquito su tarjeta rosa fluorescente, la guardo doblada a la mitad. Regreso a la superficie. Qué día más espantoso. ¿Por qué me duele tanto lo de Marisol? No debería ser así. Ando cabizbajo, apesadumbrado, lento. Entro al Palacio. Vibra el teléfono de nuevo. ¡No puede ser! Qué mujer más ociosa. Reviso la pantalla, capaz son los de la chamba. No. Es Marisol. Leo su nombre en la pantalla parpadeante. No voy a responder. Camino rumbo al restorán. Tal como lo predije: está todo lleno de ancianos. Ulises me observa a lo lejos y sonríe.
–Pinche cabrón que llega tarde –grita y se acerca a mí para abrazarme. Nos besamos en la mejilla.
Vuelvo la mirada y en la mesa está sentado un escote. Lo reviso cínicamente. No hay mucho que agregar: dos tristes piquetes de mosco presumiblemente suaves y pecosos. 
–Te presento a mi hermano, Beatriz –dice Ulises. Y luego de reversa–. Beatriz, él es mi hermano.
La chica se pone de pie y me abraza, yo padezco una erección. O al menos la idea de una erección. En escasos cinco segundos Beatriz y yo intercambiamos saludos y miradas y sonrisas y estaturas. Somos casi del mismo tamaño, acaso podríamos hacer el amor de pie. Llega el mesero a interrumpir y tomamos asiento.
–Pide lo que quieras, nosotros ya comimos –dice Ulises–. Te tardaste un chingo.
–No hay fijón, desayuné bastante. No tengo hambre.
Pero sí tengo hambre. Me dan vuelta en el estómago apenas si cinco tacos de canasta. Observo a Ulises. No le cabe la sonrisa en el rostro. Sonrisa de idiota. Este baboso sí le compraría empanadas a un cabrón con sida.
–Pide algo de picar. ¿O qué te tomas?
–Un vodka con quina –ordeno.
–Estamos aquí desde temprano –cuenta mi hermano–, ya recorrimos todas las exposiciones. Es que Beatriz quiere ser pintora, ¿verdad?
La mujer sólo asiente con la cabeza. Mete un popote en un rinconcito de sus labios. Labios que parecen dos aves volando paralelas. Mujer pálida. Sus ojos azules me recuerdan el revés inestable de un disco compacto. No me gustan nada sus lentes. Enormes, sin chiste. Muerde el popote entretenidísima. Todo su cabello luce tenso, aprisionado por una coleta malhecha. Cabello color piolín. De hecho Beatriz parece un pollito recién mojado. Ulises la besa desde el cuello hasta la oreja. Sonríen. Actúan como si se conocieran desde siempre. Ambos tienen en los ojos un pedazo de sol: el fulgor de la novedad. Hallar un cuerpo nuevo y dispuesto.
–¿Cómo se conocieron? –pregunto.
–Ya ves cómo es mamón el destino –responde Ulises sin interrumpir su labor en el arete de la chica. Estoy seguro que esa frase la sacó de alguna película mexicana.
–Oye, Betty… ¿y qué opinas de la pobreza mundial? –pregunto. Ella se me queda viendo sin saber qué responder.
–Te está molestando, no le hagas caso –la protege mi hermano.
–Voy al baño –indica ella y se aleja. Ese diálogo es su única participación en toda la entrevista.
–¿Cómo ves? –me pregunta Ulises.
–Pues cógetela –respondo seco, dándole sorbos a mi vodka prácticamente antes de que lo ponga el mesero en la mesa. Apuro el trago para poder pedir uno más antes que nos desbandemos.
–Luego te cuento bien. Estoy contento, ¿sabes?
–Aprovéchalo. No es algo que te suceda tan seguido.
–Es un amor, no sabes…
–No es muy expresiva.
–Es porque está nerviosa. Me dijo que la ponía nerviosa conocerte.
–¿A mí? ¿Yo qué? Ulises quiero decirte dos cosas. Una, necesito que me pases la lana que te pedí. Dos, Marisol no deja de marcarme.
–No le contestes y ya.
–Doce llamadas perdidas y contando, no me chingues.
–No le contestes.
–La voy a extrañar –digo y le pido otro trago al mesero.
–Bueno, yo también la voy a extrañar pero qué se le va a hacer. Apaga el teléfono, es lo que yo hice. A la verga. Si sigue chingando cambiamos nuestras líneas.
–¡Qué fácil! Yo estoy esperando una llamada de la chamba. Necesito dinero.
–Es lo de menos, eso es lo de menos. Estoy feliz cabrón. Vamos a celebrar en la noche los tres. ¿Eh? Para que se vayan conociendo.
Ulises se levanta de golpe. Intercepta a su nueva noviecita que regresa de orinar. La toma de la mano y comienzan a bailar. Así nada más, sin música. No he decidido si eso me da pena ajena o envidia. Los rucos de las otras mesas se nos quedan viendo. Vibra el teléfono en mi bolsillo del pantalón. Es Marisol. Vibra dulcemente, con suavidad mecánica. Ellos bailan alegres, con lujo de torpeza. Ella sonríe, lo besa. Le pasa los brazos por la nuca. Lo besa, maldita sea. Observo el suelo. Para que los demás bailen es necesario que alguien permanezca sentado, así se establece la diferencia entre una circunstancia y otra. Soy pobre, miro mis pies.
–Ahorita vengo –exclamo y saco el teléfono de mi bolsillo. Respondo a la llamada alejándome hacia la otra ala del palacio.
–Bueno.
–Hola –dice ella, llorando, hipando–, qué bueno que contestas. Llevo todo el día marcándote. Estoy desesperada.
–Me imagino. No me llames por favor. Yo no tengo nada que ver.
–Tienes que hacer algo. Te lo suplico. Habla con él.
–¿Pero qué puedo yo decirle?
–Habla con él. A ti es al único que le hace caso. No me contesta mis llamadas, tiene apagado el celular. Cómo puede olvidar cuatro años en un día… no sé qué hacer.
–Nada, no hagas nada. Son cosas que pasan –digo y tomo asiento en unas escaleras. Trato de sonar contundente. La imagino divina y llorando maquillaje.
–¿Qué hice mal? Yo lo amo muchísimo.
–En parte fue tu culpa, Marisol…
–Lo amo, en serio lo amo.
–Yo creo que es lo mejor para los dos. Además todas las relaciones llevan implícita su autodestrucción… a lo mejor si dejas que pase el tiempo…
–No quiero perderlo… habla con él… habla con él…
No me está poniendo atención esta mujer. La escucho berrear y sonarse la nariz. Qué sonido tan tétrico el de una mujer llorando a través de un teléfono. Pareciera que la están matando. Permanezco en silencio también llorando, pero lágrimas invisibles. Se tranquiliza.
–¿Sigues ahí?
–Sí, sí. Recupérate y me vuelves a llamar.
Pero ninguno de los dos cuelga. Nos quedamos callados. Ulises debe seguir bailando o besando el cuello de la chulada esa y los hielos en mi vodka ya deben estar derritiéndose.
Un oficial me pide que me mueva, dice que ahí no puedo estar sentado.















Gabriel Rodríguez Liceaga (Ciudad de México, 1980) ha publicado el libro de cuentos "El demonio perfecto" (BUAP, 2008), las novelas "Balas en los ojos" (Ediciones B-Zeta bolsillo, 2011) y "El siglo de las mujeres" (Ediciones B, 2012). Fue ganador del Premio Bellas Artes de Cuento San Luis Potosí con el libro "Perros sin nombre" (2012). Es autor de "Niños tristes" (Fondo Editorial Tierra Adentro, 2013) el cual se hizo acreedor del Premio Nacional de Narrativa "María Luisa Puga" (2010). También fue ganador del XII Premio Nacional de Cuento "Agustín Yáñez" con el libro "¡Canta, Herida!" bajo el seudónimo de Clemencia Corona. (http://no-estoy.blogspot.mx/)







Por el amor de dios / Ricardo Montes de Oca

Corría desesperadamente; veloz, como bólido, se lanzó por Anillo de Circunvalación, hacia el sur. Ágil como un gato esquivaba el río de coches, camiones de pasajeros, carros de carga, bicicletas, motocicletas, etc., etc. que convierten a esa calle lo mismo que a cientos de otras del Distrito Federal, en represas abiertas, en lava que ha tomado forma de vehículos; en rápidos de ríos caudalosos que arrastran troncos, animales y casas, y destrozan embarcaciones azotándolas contra las rocas.
En su cerebro, cuya idea fija era, por reflejo vital, la de escapar de sus perseguidores, todo ese río de lava forjada, aparecía como algo móvil y petrificado: eran los mismos vehículos y eran otros al mismo tiempo.
Para ganar posibilidades, corría por entre el río de vehículos rugientes e indiferentes a una pequeña tragedia humana.
Hay individuos que ante un gran peligro, pueden configurar su siguiente acto en una milésima de segundo y a cien metros de distancia percibir un puñal, el brillo del cañón de una pistola, o la piedra con la que podrían tropezar; otros se paralizan totalmente y actúan como el cervatillo ante la boa constrictor;  los hay que ponen en juego toda su energía física, toda su habilidad muscular, pero les falla el pensamiento. Esto fue lo que a él le sucedió. Lo hipnotizó la corriente vehicular y no se dio cuenta de que iba a llegar al cruce donde las circunstancias ya no confluirían en favor de él.
Sus perseguidores, más cautos, más cerebrales porque los guiaba la ira sorda pero no cegadora, no trataron de perseguirlo linealmente. Se extendieron por la banqueta, sorteaban gentes pero no vehículos; iban más en recta que el fugitivo. Por eso y porque los cinco se comunicaban entre si sus movimientos tácticos, previeron el semáforo antes que él.
Con dos zancadas más hubiera rebasado Fray Servando Teresa de Mier y habría quedado situado en el otro río, pero retrasó esas dos zancadas y como los sabuesos ya habían previsto el movimiento, le cerraron la calle y no tuvo más remedio que quebrar veloz, hacia la derecha. No lo atraparían, pero jóvenes también, veloces y entrenados, descontaron la ventaja porque en su desesperación, el fugitivo, ante la tenacidad de sus perseguidores, volvía la cabeza perdiendo así preciosos instantes que los otros ganaban. Y así, así, así, así, solo así, se oía el jadear del uno y de los otros.
Ahora sí, su cerebro se esforzó por prever, percibir, ver hacia adelante, pero: ¡mala suerte! Iba a cruzar una callejuela, cuando percibió, al final de la otra cuadra, el azul pálido del uniforme de un policía. ¡Rápido! en carrera libre, viró de nuevo hacia la derecha!
Los cazadores se intuyeron entre sí y recurrieron a la táctica sorpresiva. Uno de ellos gritó: ¡Un ladrón, agárrenlo, es un ladrón! Y se formó un coro contrapunteando de cinco voces: ¡Agárrenlo, es un ladrón!
Ahora, él sabía que sus perseguidores serían, no cinco, sino diez, tal vez. En cada transeúnte adivinaba un enemigo y como gato acosado por una jauría, comenzó a lanzar rasguños y mordiscos en forma de bofetadas y puntapiés a quien cayera. Alguien audaz le puso una zancadilla. Por el propio impulso, el perseguido se lanzó hacia adelante trastabillado. Cayó; su cuerpo se talló en la banqueta, le sangraron las manos y se rasgó el pantalón a la altura de la rodilla; no obstante, se enderezó rápidamente y continuó la carrera, pero todo esto le hacía perder la noción de lo que hacía y de la dirección en que iba. Ya sin perspectiva, siguió por una calle en la que vio cuatro camiones de carga estacionados. Hacia allá se dirigió, pero…era un callejón sin salida. Se dio cuenta sólo cuando se topó con la pared de la cerrada. Creyó engañar a sus perseguidores metiéndose por debajo de los camiones. El callejón, prefiguraba, irónicamente, su ruta existencial: correr tanto y desde tan lejos para venir a caer en esto…
Con su mano derecha, sacó de debajo de su camisa un  bolso de mujer. Tuvo la mala, estúpida ocurrencia de “volarle” ese bolso a una señora regordeta, elegante, muy maquillada, y de mediana estatura que en un impulso “bohemio”, capricho de ricachona curioseaba por ese gran mercado de mercados que es la Merced, en la “fayuca”, ese contrabando de menudeo al por mayor o de mayoreo al por menor que se ha hecho presente característicamente en algún barrio o en algunas calles de las grandes ciudades de México.
Como la majestad que por capricho regio se atreve a caminar entre sus súbditos, así ella, tuvo la humorada de pasear por ese barrio. Admiraba los equipos electrónicos cuando vino el jalón que la despojó del bolso. El ojo había apuntado bien: se trataba de una de esas princesas extravagantes que quiso codearse por algunos minutos con la plebe. Evidentemente era la esposa de algún político, pues al grito de ella, como resortes del mismo color más o menos de la misma catadura, saltaron cinco tipos. Se sorprendieron pero no se descontrolaron ni se perdieron en averiguaciones oculares. Su mirada de gran angular, entrenada, igual que todo su cuerpo, captó, por parte de cada uno de ellos, al raterillo. Ágiles y maquinales, de expresión torva, y, según se veía, especímenes entrenados para el golpe, la persecución y el castigo; bien preparados física y mentalmente para todo ello, saltaron como lebreles. Tácticos, se dislocaron rápidamente en forma desplegada, emprendieron la carrera e iniciaron la persecución…
Se sacó el bolso de debajo de la camisa. Hábilmente lo había guardado ahí durante la carrera como un recurso adecuado; así no estorbaba ni había peligro de soltarlo. Lo aventó hacía las yerbas que crecían en rectángulo de tierra que, en ese callejón, había quedado libre de cemento cuando los constructores se retiraron, dejándolo sin terminar. Esto es solo detalle. De todos modos el movimiento ya había sido captado por los “guaruras”.
Uno de ellos, El “conejo” se arrastró por debajo de los camiones de carga estacionados un poco en trapezoide. Solo eso se le ocurrió. En su desesperación, en su ceguera suicida, pensó, tal vez, que podría escapar por algún hueco mal cubierto del cerco que le tendían. Vana ilusión, como dice la canción.
Alguno de ellos encontró una piedra y se la lanzó; no le atinó pero fue una advertencia.
-Apúntale no más con la “fusca”. –instruyó otro.
-No, p’a qué? Este es rejego y no se asusta; me va a obligar a tirar y se va a armar el escandalo. Además lo quiero tener en mis manos para darle una “calentadita” al cabrón por lo que nos hizo correr. ¡Es pieza menuda, para qué gastar pólvora…!
A gatas andaban los seis; él por debajo, de un camión a otro, parándose entre ellos, buscando el hueco para escapar; los otros cercándole. Tembloroso, como un conejo asustado ante la jauría, vigilaba los movimientos de los cazadores. No podía evadirlos; fue cambiando su actitud, y de conejo aterrorizado se convirtió en rata asustada pero enfurecida, dispuesta a defenderse. Un guarura se arrastró con cierto éxito por debajo de un Ford, la rata lanzó un mordisco: un taconazo que envió apoyandose en el suelo con las manos, semisentado, alcanzó a rozar la cabeza del guarura.
-¡Ah! cabrón, por poquito y me llega, -pensó el “guarura”- pero de aquí no sale; es cosa de un poquito de paciencia. A ver tú “Cholo”, y tú, “Dientes”, búsquense algo con que aguijonerarlo.
“Cholo” y “Dientes” se fueron; eran dos metros; eran dos menos. Pero, ¿acaso así había más posbilidades de escape?
-¡Pinche callejón sin salida! – gimió, emberrinchado y dolido.
Se refería al trozo de calle, pero tal vez en su inconsciente tambien a su situación, un verdadero callejón sin salida. La perspectiva era angustiante. Le amenazaban: o una patiza de la que “estos” saben dar, habilidad conocida por el pueblo, sobre todo el de abajo, o bien en encierro de quién sabe cuánto tiempo. Esta última perspectiva era quizás más “cabrona” y como que no…
Uno viene del campo, acostumbrado desde la infancia a espacios amplios, abiertos. El cerro o el bosque son más bien el adorno, lo que quita la monotonía del llano. En el campo el aire es más limpio aunque sea terregoso; es soledad, muchas veces, pero menos mezquina que la soledad entre miles, decenas de miles o millones de congéneres. Allá, si te insultan no estás obligado a agachar la cabeza ni a cuadrarte en ritual animalesco. Allá puedes descargar tu furia, si es muy grande, contra la hierba, las piedras o los árboles, ¡hasta contra ti mismo! Aquí ni eso, pareciera que ante tanto peligrar la existencia, el ansia de vivir se embota y se condensa a tal grado que se pierde el empuje del existir y se vuelve uno medroso. Lo acobardaba la cárcel porque sabía que en ella encontraría , multiplicado, lo que más le molestaba y le irritaba de la mayor parte de la gente.
Por todo ello tembló: “¡Cualquiera otra cosa, menos la cárcel! ¡No, eso no!” Por eso, al agudo golpe en la espalda, reaccionó como un perro acorralado por hombres rabiosos que quieren matarlo:
-¡Hijos de su chingada madre! – aulló. Otra pedrada mas le rebotó en la cabeza; no lo atontó, sino que le produjo más ira por el dolor y volteó. Error: solo vio luces que le produjo el impacto de la otra pedrada que se le estampó, en el ojo izquierdo. Y la frase brotó por primera vez pura, limpia y profundamente dolorosa: “¡Madrecita linda!...¡Ya me chingaron mi ojo, madrecita…!”Se revolcaba por el dolor y el pánico de perderlo.
Ahora sí, con toda impunidad para ellos por la indefensión, de parte de él, le cayeron a pedradas, lo atormentaron a piquetes con el palo de escoba que encontró uno de los enviados y con el trozo de varilla colada que se había agenciado el otro.
-¡¿Madrecita linda?! – remedó el que jefaturaba-. Vas a ver cabroncito, te vamos a dejar como p’a limosnero.
Existe esa expresión, no necesariamente tiene que tomarse al pie de la letra cuando alguien la dice, pero estos hombres son cumplidores, no subliman sus fantasías sino que las realizan.
La captura fue fácil: uno lo jaló por un pie, mientras él, desesperado, arañaba el suelo, el mofle del camión, el calabazo, las llantas. Se agregaron otras dos manos y luego dos más al otro pie. Hicieron su debut los puntapiés, vino el pánic: ¡Madrecita linda! gritó con lejana, profunda ternura, súplica de auxilio, tal vez, o arrepentimiento. Ternura que a fuerza de ser soterrada, aplastada, emparedada, tardó en expresarse los veinte o veintidós años de edad que se le podían calcular.
El jefe del grupo, un fortachón de traje gris sucio, corbata con fistol, y anillo con vidrio de éste tamaño, pateaba al caído. Luego con rápido movimiento le confisco al “Dientes” la varilla:
-¡Aquí esta tu madre, cabrón!, ladró y le soltó el varillazo en la cabeza, que sonó como jarro quebrado. Hasta el “Dientes”, mayor que los otros y acostumbrado a esos menesteres se estremeció:
-¡Chale, Gertrudis, que gacho le sonaste!
-¡Si quieres ponle mentolato o vic vaporú, pinche “Dientes”!, - le instruyó el Gertrudis. No nos pagan por hacer caricias, güey…
Y cuando triunfales, se retiraron, el “Dientes” fue el único que con lástima, volteó a ver al paria que quedó allá sin sentido.
Salamero y perrunos, llegaron ante la patrona que los miró furiosa, hasta comprobar la recuperación del bolso.
-Todo está bien, muchachos, dijo después de revisarlo y comprobar que no faltaba nada. A manera de agradecimiento les sobó el lomo: ¡Qué bárbaros! Son ustedes unas águilas. ¡Qué bueno que me acompañaron!
-¡Gracias señora, dijo oficial y untuoso el Gertrudis y añadió: -Es nuestro deber y nuestro trabajo el servirle y protegerla.
Los vecinos, que, medrosos, curiosearon el incidente por entre los visillos de sus ventanas, sobre todo las mujeres, auxiliaron al herido: lo consolaron y le pusieron lienzos de agua salada mientras llegaba la cruz roja.
Ya en el hospital, después de los primeros auxilios, luego del examen y de las radiografías, el médico diagnosticó: fractura de cráneo y posible pérdida del ojo derecho; el izquierdo  definitivamente perdido…
-Así fue mi señor, así fue como perdí la vista, - remató con el tono neutro del narrador que solo refiere hechos legendarios, crónica del pasado.
En tono menor, pero con sinceridad y con voz apagada, agregó:
-Por mi madre, que es lo único que tengo y quiero en el mundo, le juro que fue por hambre; en serio, no por vicio ni maldad. Ya llevaba dos días sin comer, no había tragado nada. Ahora sí, ¡ni hablar!, aunque sea un taco al día, pero me lo echo.
Aquí ya no supe si era serio o irónico el comentario. La voz del ciego suele ser ausente, distante.
-¡Por el amor de Dios! – suplicó después-, deme una limosnita, mi señor.
Apreté las quijadas porque se me hizo un nudo en la garganta:
-¡Por amor de Dios!, pensé, decepcionado…
Le dejé unas monedas que le alcanzarían tal vez para unos días de comida. No podía hacer más. Redimirlo a él y a muchos como él es un trabajo de muchos Prometeos. Si no son falsos…
Los párpados de sus ojos se movieron. No pude interpretar su movimiento, pues no me dijo: “¡Dios se lo pague, señor!”
Partí sin decirle adiós…






Fotografía por Alejandro Arras




                 



Por Ricardo Montes de Oca. Tomado del libro de cuentos “¡Ay! La vida…”