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Grigori Wassiljewitsch, Fischer, 1840

Tiempo Extra / Acsel Reyes






Eran ya cerca la media noche, lo sabía sin mirar el reloj. Era mi hora habitual de dormir, mas había algo diferente en aquella noche. El bullicio del día se sentía y se veía diferente desde mi balcón. Parecía que algo iba a suceder en ese instante y por lo cual debía prestar atención. Comencé a sentir la pesadez del silencio de la noche y apreté la mandíbula, preparándome para lo peor. Apunto de pensar que todo era producto de la misma imaginación que me hacía estar de pie, todo ocurrió: los ladridos de los perros apremiaron por su ausencia en un parpadeo, las calles eran el perfecto escenario para alguien con ambiciones suicidas. Me sentí reconfortado de haber pagado el alquiler. El tiempo se detuvo y más que maldecir mi paranoia, el nerviosismo se acrecentó en mí. Baje al vestíbulo sin la menor cautela y preocupación por el sueño que cubría los dormitorios. Busqué un vaso en los lavabos desordenando de la vieja vajilla. El contenedor estaba casi vacío, lo poco saciaba mi sed pero no mi ansiedad. Apreté  el paso y gire la llave. Lo hice con fuerza. ¡Nada! ¡Maldita sea!. Arrojé el vaso sobre el espejo resquebrajado y unido por garabatos de adherentes. Se encendieron las luces de las viejas habitaciones contiguas. Alumbraron mi taciturna y nerviosa figura de manera incriminatoria. Me quedé inmóvil, arrepentido, con una sonrisa cínica y quejumbrosa. Los dueños del apartamento bajaron de manera cautelosa, escoltados por los morenos y abyectos vigilantes. Seguramente pensaron que alguien intentaba entrar en el edificio. Encendieron la luz; ahí estaba yo. Su semblante cambio: se apaciguo. Sólo era yo; no hay nada que temer. No había llamado tanto la atención desde que me echaron del edificio del padre de Anel por líos de faldas, —pensé—. La anciana casera de faz cetrina, me miro con un semblante que reviviría a algún muerto.
—Este desastre saldrá en la cuenta a final de mes. Agradece que tu madre trabajo mucho tiempo en el despacho de mi padre. Te mereces que te echemos a patadas. ¡Eres moroso y ahora esto! ¡Deberías dejar esos malditos libros y hacer algo de provecho!. Hay que renunciar a muchas cosas, para ser una buena persona, ¿sabes?—dijo ella.
—Entiendo, ¿ya termino?, ¿Puedo marcharme?—dije.
—¡Largo!
Entré a mi viejo y acogedor dormitorio, mientras reía en mi mente cínicamente, escuchando sollozar y quejarse a la anciana: <<¡estoy harto de tener vagabundos aquí!>>.
¿Dónde había quedado aquel joven de cándida actitud?
Mientras bebía aquel cristalino e inocente vaso de agua, culpable tan sólo de la vida y ahora, cómplice de mis desplantes; pensé en lo que me dijo la casera de manera desesperada, más que de preocupación por mí. Sólo cuando una persona está desesperada, habla sobre tu bienestar. El corazón se usa para amar, sonar, suspirar, admirar; por lo que ella no estaba pensando en mí, sino en ella.
Por un momento pensé en irme a dormir, —no a descansar— pues uno sólo puede hacerlo, tras un día apacible, lleno de inocentes carcajadas y con el orgullo de conocer a alguna mujer que te haya hecho sentir que al menos contábamos en teoría para ellas. Cuánto oxigeno me dio aquello. Cuántas horas de descanso. Aquel día no era el caso: me sentía como un borracho pero no de aquellos que se volvían poetas, y que bebían para olvidar o para alegrarse; sino uno miserable, que bebía para que pasara algo. Sólo que esto era una simple analogía. Yo no tomaba, era abstemio. Soy demasiado cobarde para actuar sin supervisiones morales. Tengo mucha imaginación, con eso basta.

Esa noche ya no estaba impregnada de sosiego y monotonía, como el resto. Me reclamaba. Salí a dar un paseo. Lo bueno de vivir en el centro de la ciudad, es que todo está al alcance. Entré en el primer bar que se cruzo conmigo. La atmósfera estaba llena de olores pútridos, aglomeraciones perfectas para una mala compañía e insultos a mansalva. Nadie me notaba, era como una gota de agua en alguna roca lacerada por las olas del océano. Pedí un café. La respuesta de la camarera fue clara y puntual: <<eres idiota?>>.
No respondí, sólo sonreí inocentemente. Opté por sentarme en la barra y escuchar la música del lugar. Era lo único que hacia más amable el sitio, a veces la vida. Pronto salí de allí, sin antes dejarle una propina innecesaria a la camarera, para que pronto tuviera unos zapatos que hicieron juego con esas piernas. Al menos había hecho algo el día de hoy que podría contarles a mis compañeros oficinistas, mientras se mordían las uñas en los teclados de los ordenadores, que les hacía parecer amarrados. La noche se tornó lluviosa al salir; así que tenía que esperar en la acera con un techo protector, mientras sucumbía. De pronto en la esquina y a lo lejos caminaba una mujer que permanecía indómita ante el chaparrón de aquella noche. Su cabello negro y brillante, goteaba como el llanto desesperado de los hombres. Llevaba medias negras y unos tacones muy altos. Lucia muy bien, sabía caminar en tacones. Lo cual era un arte casi perdido. Se detuvo en la acera de enfrente, parecía esperar a alguien. Mientras más cerca de mi estaba, me termino por apantallar. Era demasiado hermosa. Yo nunca había sabido cómo comportarme frente a mujeres así; nunca había sabido como amarlas. Los sobrevivientes mal intencionados de aquella noche, no la merecíamos allí. Su figura era como la redención de los desesperados, el opio de los amantes a la belleza, el consuelo de los enamorados del amor.

 En mi vida había sido testigo de muchas mujeres hermosas, iniciado con mi madre pero ella era diferente al resto, o al menos comparadas con las que el corazón no fue obligado a olvidar. Era de una belleza desinteresada: no de aquella que impactaría al más descerebrado de los hombres y llamaría la atención de sus instintos. Su silueta necesitaba de una mirada interesada para desear amarla por siempre. Ella era una mujer de verdad. El diluvio comenzó a cesar. Podía mancharme pero la noche me reclamaba, ella me reclamaba. La llovizna se fue haciendo más tenue pero más fría. De pronto un tipo apareció, parecía ser a quien ella esperaba, a quien había esperado siempre. Era robusto, algo regordete; de tez obscura pero brillante ante la luz de los faros que nos vigilaban. Parecían discutir, al poco tiempo tomaron un taxi. No quise ni imaginar a donde se dirigían. El sujeto entro rápidamente en el asiento del copiloto y le reservo el asiento trasero a la chica. La manera tan desesperada de entrar, me hicieron pensar que seguirían discutiendo en otro lugar o a hacer lo que tuvieran que hacer. La mujer, entro lentamente al vehículo y justo antes de que su rostro se perdiera, detuvo su movimiento descendente y me miro —probablemente sólo se estaba cuidando de no golpearse la cabeza—, pero para mí, ella me miraba y yo la miraba. El tiempo colapso en el infinito de su brillante mirada y de aquellos labios apenas bañados por pequeñas gotas caídas de sus largas pestañas, me sonrío de una manera comprometedora, como si me prometiera que la volvería a ver. De pronto desapareció, bajo la poca precaución del conductor. Me marche tranquilo y rejuvenecido a casa. Hay momentos que valen más que muchas cosas —incluso lo que una vida—. Abrí  mi cuarto, observe mi cama. En la cómoda ya se encontraba la nota de pago que debía pagar por los desperfectos. No me importo, me hundí en las sabanas. Reí y comencé a llorar hasta que ya no quedo más. Después de aquello, me sentías limpio , auténtico, renovado. Deseaba que amaneciera y comenzar a ser una buena persona, mientras la figura de aquella mujer se reflejaba bajo el techo cuarteado. Pasaron tres semanas que tuvieron una importancia como para olvidarlas de inmediato, y pasaron a ser tiempo extra. Ese tiempo extra que tiene la vida, que parece no tener contenido alguno, ni significado.


La volví a ver mientras regresaba de perder de nuevo en el campo de soccer cercano a la pensión de donde ahora vivía. Me sentía muy bien a pesar del descalabro. Uno a los 20 años puede creerse cualquier cosa. Ahora ya no era así, pero no por mi inteligencia, sino por los irremediables golpes del tiempo. Debería ser ilegal tomar decisiones antes de los 25. Ya no quería ser profesional, ahora realmente me divertía. Ella caminaba con él de nuevo; parecían  sonrientes, mucho mejor. Ya no me sonrió, ni mucho menos me observó. Estaba concentrada en el paseo con su amado. Él sonreía cínicamente, sin saber la clase de mujer que tenía al lado. Se había  acostumbrado y eso era lo peor que podía pasarle a los enamorados: dejar de admirarse. No me sentí mal, todo lo contrario: siempre he sentido afinidad porque las mujeres mantengan el carácter de imposibles, pues eso las hace perfectas: no hay nada que hacer, sólo contemplarlas, admirarlas y soñar con ellas. Las mujeres que entran en mi vida  de inmediato paralizan mi raciocinio, me confunden, me enamoran. Uno nunca sabe de lo que está hecho hasta que le tocan el corazón. Ella merecía ser feliz, como solo una mujer sabe hacerlo. Cumplirá su promesa; lo sé, lo hará. Su belleza era un sueño del cual me sentiría arrepentido al despertar.



Henri Matisse, La Danse, 1909



Por Acsel Reyes. Estudiante de Relaciones Internacionales en la Benemérita Universidad Autónoma de Puebla.