Eran ya cerca la
media noche, lo sabía sin mirar el reloj. Era mi hora habitual de dormir, mas había
algo diferente en aquella noche. El bullicio del día se sentía y se veía
diferente desde mi balcón. Parecía que algo iba a suceder en ese instante y por
lo cual debía prestar atención. Comencé a sentir la pesadez del silencio de la
noche y apreté la mandíbula, preparándome para lo peor. Apunto de pensar que
todo era producto de la misma imaginación que me hacía estar de pie, todo
ocurrió: los ladridos de los perros apremiaron por su ausencia en un parpadeo,
las calles eran el perfecto escenario para alguien con ambiciones suicidas. Me sentí
reconfortado de haber pagado el alquiler. El tiempo se detuvo y más que
maldecir mi paranoia, el nerviosismo se acrecentó en mí. Baje al vestíbulo sin
la menor cautela y preocupación por el sueño que cubría los dormitorios. Busqué
un vaso en los lavabos desordenando de la vieja vajilla. El contenedor estaba
casi vacío, lo poco saciaba mi sed pero no mi ansiedad. Apreté el paso y gire la llave. Lo hice con
fuerza. ¡Nada! ¡Maldita sea!. Arrojé el vaso sobre el espejo resquebrajado y
unido por garabatos de adherentes. Se encendieron las luces de las viejas
habitaciones contiguas. Alumbraron mi taciturna y nerviosa figura de manera
incriminatoria. Me quedé inmóvil, arrepentido, con una sonrisa cínica y
quejumbrosa. Los dueños del apartamento bajaron de manera cautelosa, escoltados
por los morenos y abyectos vigilantes. Seguramente pensaron que alguien
intentaba entrar en el edificio. Encendieron la luz; ahí estaba yo. Su
semblante cambio: se apaciguo. Sólo era yo; no hay nada que temer. No había
llamado tanto la atención desde que me echaron del edificio del padre de Anel por
líos de faldas, —pensé—. La anciana casera de faz cetrina, me miro con un
semblante que reviviría a algún muerto.
—Este desastre saldrá
en la cuenta a final de mes. Agradece que tu madre trabajo mucho tiempo en el
despacho de mi padre. Te mereces que te echemos a patadas. ¡Eres moroso y ahora
esto! ¡Deberías dejar esos malditos libros y hacer algo de provecho!. Hay que renunciar
a muchas cosas, para ser una buena persona, ¿sabes?—dijo ella.
—Entiendo, ¿ya
termino?, ¿Puedo marcharme?—dije.
—¡Largo!
Entré a mi viejo y
acogedor dormitorio, mientras reía en mi mente cínicamente, escuchando sollozar
y quejarse a la anciana: <<¡estoy harto de tener vagabundos aquí!>>.
¿Dónde había
quedado aquel joven de cándida actitud?
Mientras bebía
aquel cristalino e inocente vaso de agua, culpable tan sólo de la vida y ahora,
cómplice de mis desplantes; pensé en lo que me dijo la casera de manera desesperada,
más que de preocupación por mí. Sólo cuando una persona está desesperada, habla
sobre tu bienestar. El corazón se usa para amar, sonar, suspirar, admirar; por
lo que ella no estaba pensando en mí, sino en ella.
Por un momento pensé
en irme a dormir, —no a descansar— pues uno sólo puede hacerlo, tras un día
apacible, lleno de inocentes carcajadas y con el orgullo de conocer a alguna
mujer que te haya hecho sentir que al menos contábamos en teoría para ellas.
Cuánto oxigeno me dio aquello. Cuántas horas de descanso. Aquel día no era el
caso: me sentía como un borracho pero no de aquellos que se volvían poetas, y que
bebían para olvidar o para alegrarse; sino uno miserable, que bebía para que
pasara algo. Sólo que esto era una simple analogía. Yo no tomaba, era abstemio.
Soy demasiado cobarde para actuar sin supervisiones morales. Tengo mucha imaginación,
con eso basta.
Esa noche ya no
estaba impregnada de sosiego y monotonía, como el resto. Me reclamaba. Salí a
dar un paseo. Lo bueno de vivir en el centro de la ciudad, es que todo está al
alcance. Entré en el primer bar que se cruzo conmigo. La atmósfera estaba llena
de olores pútridos, aglomeraciones perfectas para una mala compañía e insultos
a mansalva. Nadie me notaba, era como una gota de agua en alguna roca lacerada
por las olas del océano. Pedí un café. La respuesta de la camarera fue clara y
puntual: <<eres idiota?>>.
No respondí, sólo sonreí
inocentemente. Opté por sentarme en la barra y escuchar la música del lugar. Era
lo único que hacia más amable el sitio, a veces la vida. Pronto salí de allí,
sin antes dejarle una propina innecesaria a la camarera, para que pronto
tuviera unos zapatos que hicieron juego con esas piernas. Al menos había hecho
algo el día de hoy que podría contarles a mis compañeros oficinistas, mientras
se mordían las uñas en los teclados de los ordenadores, que les hacía parecer
amarrados. La noche se tornó lluviosa al salir; así que tenía que esperar en la
acera con un techo protector, mientras sucumbía. De pronto en la esquina y a lo
lejos caminaba una mujer que permanecía indómita ante el chaparrón de aquella
noche. Su cabello negro y brillante, goteaba como el llanto desesperado de los
hombres. Llevaba medias negras y unos tacones muy altos. Lucia muy bien, sabía
caminar en tacones. Lo cual era un arte casi perdido. Se detuvo en la acera de
enfrente, parecía esperar a alguien. Mientras más cerca de mi estaba, me
termino por apantallar. Era demasiado hermosa. Yo nunca había sabido cómo
comportarme frente a mujeres así; nunca había sabido como amarlas. Los
sobrevivientes mal intencionados de aquella noche, no la merecíamos allí. Su
figura era como la redención de los desesperados, el opio de los amantes a la
belleza, el consuelo de los enamorados del amor.
En mi vida había sido testigo de muchas
mujeres hermosas, iniciado con mi madre pero ella era diferente al resto, o al
menos comparadas con las que el corazón no fue obligado a
olvidar. Era de una belleza desinteresada: no de aquella que impactaría al más descerebrado
de los hombres y llamaría la atención de sus instintos. Su silueta necesitaba
de una mirada interesada para desear amarla por siempre. Ella era una mujer de
verdad. El diluvio comenzó a cesar. Podía mancharme pero la noche me reclamaba,
ella me reclamaba. La llovizna se fue haciendo más tenue pero más fría. De
pronto un tipo apareció, parecía ser a quien ella esperaba, a quien había
esperado siempre. Era robusto, algo regordete; de tez obscura pero brillante
ante la luz de los faros que nos vigilaban. Parecían discutir, al poco tiempo
tomaron un taxi. No quise ni imaginar a donde se dirigían. El sujeto entro rápidamente
en el asiento del copiloto y le reservo el asiento trasero a la chica. La
manera tan desesperada de entrar, me hicieron pensar que seguirían discutiendo
en otro lugar o a hacer lo que tuvieran que hacer. La mujer, entro lentamente
al vehículo y justo antes de que su rostro se perdiera, detuvo su movimiento
descendente y me miro —probablemente sólo se estaba cuidando de no golpearse la
cabeza—, pero para mí, ella me miraba y yo la miraba. El tiempo colapso en el
infinito de su brillante mirada y de aquellos labios apenas bañados por pequeñas
gotas caídas de sus largas pestañas, me sonrío de una manera comprometedora,
como si me prometiera que la volvería a ver. De pronto desapareció, bajo la poca
precaución del conductor. Me marche tranquilo y rejuvenecido a casa. Hay
momentos que valen más que muchas cosas —incluso lo que una vida—. Abrí mi cuarto, observe mi cama. En la cómoda
ya se encontraba la nota de pago que debía pagar por los desperfectos. No me
importo, me hundí en las sabanas. Reí y comencé a llorar hasta que ya no quedo
más. Después de aquello, me sentías limpio , auténtico, renovado. Deseaba que
amaneciera y comenzar a ser una buena persona, mientras la figura de aquella
mujer se reflejaba bajo el techo cuarteado. Pasaron tres semanas que tuvieron
una importancia como para olvidarlas de inmediato, y pasaron a ser tiempo
extra. Ese tiempo extra que tiene la vida, que parece no tener contenido
alguno, ni significado.
La volví a ver
mientras regresaba de perder de nuevo en el campo de soccer cercano a la pensión
de donde ahora vivía. Me sentía muy bien a pesar del descalabro. Uno a los 20
años puede creerse cualquier cosa. Ahora ya no era así, pero no por mi
inteligencia, sino por los irremediables golpes del tiempo. Debería ser ilegal
tomar decisiones antes de los 25. Ya no quería ser profesional, ahora realmente
me divertía. Ella caminaba con él de nuevo; parecían sonrientes, mucho mejor. Ya no me sonrió, ni mucho menos me
observó. Estaba concentrada en el paseo con su amado. Él sonreía cínicamente,
sin saber la clase de mujer que tenía al lado. Se había acostumbrado y eso era lo peor que podía
pasarle a los enamorados: dejar de admirarse. No me sentí mal, todo lo
contrario: siempre he sentido afinidad porque las mujeres mantengan el carácter
de imposibles, pues eso las hace perfectas: no hay nada que hacer, sólo
contemplarlas, admirarlas y soñar con ellas. Las mujeres que entran en mi
vida de inmediato paralizan mi
raciocinio, me confunden, me enamoran. Uno nunca sabe de lo que está hecho
hasta que le tocan el corazón. Ella merecía ser feliz, como solo una mujer sabe
hacerlo. Cumplirá su promesa; lo sé, lo hará. Su belleza era un sueño del cual
me sentiría arrepentido al despertar.
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Henri Matisse, La Danse, 1909 |
Por Acsel Reyes. Estudiante de Relaciones Internacionales en la Benemérita Universidad Autónoma de Puebla.