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Grigori Wassiljewitsch, Fischer, 1840

Manifiesto / Esteban Govea



Mis abuelos no eran revolucionarios
ni refugiados españoles
ni soy hijo de artistas ni intelectuales ni extranjeros
ni de sesentayochistas 
ni vengo de la metrópoli
ni he viajado a Asia para hacer un poemario
que trascienda las más gris y pinche realidad pequeñoburguesa de departamento de siete por seis con un baño que por las noches derrama mierda inevitablemente
yo no tengo a quien cobrarle mis muertos
ni debo a partido alguno mis publicaciones
ni me gusta hacer proselitismo cultural
ni estudié en el Madrid
ni el posgrado en Francia
yo no he ganado premios internacionales con el nombre de un poeta muerto
ni repito a Vargas Llosa ni leo Letras Libres
ni le daría la mano al presidente
ni tengo un agente literario
ni me paso el tiempo hablando de la de-construcción posmoderna de la experiencia de la otredad como constante trans-subjetivizadora de la poética contemporánea
ni tengo hueso ni pertenezco al sindicato
ni tengo poética propia que reduzca el arte a otra cosa más cómoda
ni soy un lumpen ni un malandro
por eso nadie tiene interés en publicarme
y descubro
que hay una línea interminable de culos que lamer
y que ninguna editorial quiere tener nada que ver con estas letras
que ya ni los poetas leen poesía
y que en general la vida de escritor es tan ingrata
que más me hubiera valido ser abogado o político
dedicarme a las cosas y al dinero
y olvidarme de este impulso del espíritu

¿pero qué puedo hacer si solo sé
esta mampostería de las palabras
este oficio que trato de ejercer
de la manera más sincera?

yo me dedico a ser
soy escribiendo
y diario me levanto a arar el verso
con palabras apretadas en la garganta
porque aunque no quiero
ser adalid ni campeón
proxeneta ni estraperlista ni especulador
ni especialista de escuela
ni devoto 
ni estudiante 
ni guarura de editor ni de autor viejo
quiero decir que soy poeta
contra todos los obstáculos soy poeta
contra el silencio contra la indiferencia soy poeta
y ahí les voy.







Esteban Govea, es licenciado en filosofía por la UNAM, guionista cinematográfico, narrador y poetastro alcohólico. Nació oficialmente en 1988 en un lugar de Guanajuato de cuyo nombre no quiere acordarse, pero volvió a nacer dentro del vientre de su primera novia. Parasitó la beca del IMCINE en 2011 por su guión de largometraje Réquiem por miss Sonora, historia posmo de narcos y balazos.



Por Esteban Govea. Tomado de la revista http://www.entermagazine.net/.

El rastro de la nieve en tu sangre / Antonio Ortuño


El imbécil de Caruso llegó tarde. Lo digo aunque no habíamos acordado cita alguna y ni siquiera estábamos en contacto antes de aquella noche. No: Caruso llegó tarde, en realidad, para evitar que recayera luego de ocho años. Una hora tarde, cuando la nieve, el polvo maldito, había invadido mi sistema. 
     Me explico. Durante mis tiempos juveniles me aficioné al consumo de nieve y luego, no sin pasar por noches de sudor, aullidos y vómitos, la dejé. Ocho años duré limpio, ocho años como ocho soles. Conseguí separarme de la costra de amistades ineptas con que se suele revestir un consumidor incluso al precio de no tener con quién salir. Fui capaz de tolerar la enfermedad y la muerte de mi madre y la partida de mi hermana Clarita, quien se apagó como una santa en brazos de su esposo, sin entregarme a los consuelos de la nieve. Dejé de preocupar a los jefes en la agencia de publicidad en la que trabajaba (esos fariseos igual consumían, pero señalaban con el dedo a cualquier empleado con huellas de vivir la noche como ellos lo hacían) y me convertí en ejemplo de readaptación. 
     Pero la inercia conspiró en mi contra. Por respeto a mi condición de remiso dejé de ser convocado a las fiestas de oficina, me alejé de los jefes y terminé arrinconado, primero, y olvidado, después. Me recordaron apenas a tiempo para pedirle al guardia, una tarde, que me acompañara a la puerta y revisara que los objetos apilados en mi caja de cartón de verdad me pertenecieran. 
     Sobrevinieron quince meses de exilio. Busqué amigas en la red y las llovizné con mensajes incitantes que declinaron responder. Cuajé de curriculumsvitae los correos de cada ejecutivo de cada agencia de la ciudad, tecleando incluso al azar (Fito Caruso, por ejemplo, podía haber tenido la dirección fitocarusoarrobapublitechpuntocom o fcaruso o f.caruso o incluso fito.caruso, sin descartar la confianzuda carusoarroba). Y una noche, reconciliado con los dudosos amigos de mi etapa de consumidor, flaqueé. Hugo, al calor de los tragos y las partidas de billar, me llevó aparte. “Tengo algo, si quieres”. Las miradas de los reunidos se encajaron en mi nuca. Hubo gestos de incredulidad cuando incliné la cabeza en señal de aceptación. Hugo se apresuró a conducirme a la bodeguita de siempre, se rebuscó en los bolsillos y, luego de pelear a oscuras contra sí mismo, me ofreció un montoncito de nieve en la esquina de una credencial. Lo aspiré. Un corifeo de rostros pasmados me recibió al salir. Mi espinazo se sacudía. 
     Una hora después apareció por el bar Caruso, elegante y derrochador. Acababa de mudarse a una nueva agencia, mayor y poderosa, y se acercó sin titubear a mi lado. “Necesito que te vengas conmigo. Haces unas pruebas sencillas lunes y martes, y el miércoles estás trabajando”. 
     Una hora tarde. 
***
Me sabía condenado. Desperté con las púas de la culpa. Había sobrevivido de ahorros precarios y trabajos de freelance. Caruso era mi salvación y mi condena. Si su agencia pedía análisis de sangre a sus futuros empleados era porque sus gerifaltes conocían de sobra la afición del gremio a meterse ilegalidades por las narices. Y ese examen no había modo de pasarlo. Incurrí en la resignación. Recé sin fe oraciones elegidas entre las tinieblas de la memoria (empecé con el padrenuestro y deparé en el avemaría y el angelito de la guarda). Me sacó la sangre una laboratorista de seriedad científica apertrechada tras unas gafas interminables. Miré marchar mi sangre en la jeringa con un dejo de conmiseración. Eran las siete de la mañana y no había desayunado. El juguito de naranja me supo como le debe haber sabido el vinagre a Jesucristo allá en su cruz. 
     El martes desperté una hora antes de lo necesario. Caminé a las oficinas de la agencia. Eran esplendorosas, admirables. Deambulé hasta el despacho de reclutamiento adonde se me había indicado presentarme. Tenía la ficha 12 y, abriéndome paso entre solicitantes adormilados con gestos de mensajeros y afanadores, me aposenté en una silla. De inmediato asomó por la puerta una jovencita, pronunció mi nombre y me hizo pasar. “Soy la licenciada Ana Chávez”, dijo con una reverencia. Era morena, delgada, el cabello estirado en una coleta impecable. Sonreía con delicadeza de hada. “Caruso pidió que te atendiera”. Sonreí sin fuerza. Ocho años limpio y destrocé el universo una hora antes de que el cielo se abriera para mí. Me suicidé cuando despuntaba el amanecer. 
     Entregué el cartapacio con mis documentos, que la bella Ana examinó. Se humedeció los labios con una lengua mínima de gato y temblé. Formuló unas preguntas sobre experiencia y aptitudes, y sin mostrar reacción ante mis desplantes de megalomanía (yo era el que hacía moverse la agencia, dije sin sonrojo) me pidió dibujar un hombre y una mujer en una papelito. “Tendrías que posar para mí”, repuse, perdida ya la dignidad. “Ah, sabes dibujar”. “No. Pero soy un fotógrafo de antología”. Celebró el término con otra risita. “Nadie responde así una entrevista”, advirtió. “Yo sí”. “Bueno, no creo que vuelvas a pedírmelo: arriba hay chicas muy guapas”. “No soy tan fácil”, fingí indignarme. Ella sonrió. 
     Tocaron a la puerta. Un mensajero traía unos sobres plastificados con el rótulo del laboratorio. “Tus resultados”, dijo ella, y abandonó la pila de análisis junto al teléfono. “¿Mi sangre?”. “La tuya y la de otros cinco. El laboratorio manda los resultados y una interpretación en caso de ser necesaria”. 
     Qué necesidad. Ocho años perdidos, el cielo mismo desperdiciado. 
     Cerré los ojos. Quizá Hugo no me había dado polvo sino un placebo, aspirina, algo que le permitiera reírse de mí. Quizá la cantidad de nieve en mi sangre sería mínima, infinitesimal, comparada con la de cualquier otro aspirante (esencialmente por eso, porque todos aspiraban). Quizá Ana, movida por la curiosidad ante el cuarentón que le coqueteaba, decidiría ocultar el examen. Nadie tenía por qué saber el resultado, en el fondo. La luz me picó las pupilas al levantar los párpados. El cerebro se me contoneaba. “Me encantas, licenciada Ana”, dije con una voz aflautada que no parecía mía. “Deberías aceptarme un café. Y acostarte conmigo”. 
     Ahí estaba: la condena. 
     Ella no prestaba la menor atención. El sobre, a mi nombre, abierto en sus manos. Miraba la hoja blanca sin parpadear. Sus ojos saltaron entre el papel y mi rostro. Estaba, cómo no inferirlo, horrorizada. Se llevó una mano a la boca, tapándosela. 
Quizá es el tumor familiar, el que se llevó a mi madre y a la pobre de Clarita, me dije. Quizá hay tiempo de dormir con Ana, todavía. 
     “¿Es la nieve, no?”. 
     Ella no respondió. 


Por Antonio Ortuño. Cuento tomado de El Dominical (elcomercio.pe).

Reflexión / Joseph Conrad


Es extraordinario nuestro modo de ir por la vida con los ojos medio cerrados, los oídos embotados, las ideas adormecidas. Puede que tenga que ser así, y que este embotamiento permita que la vida pueda ser soportada, y hasta apreciada, por la inmensa mayoría. No obstante, debe haber poquísimas personas que no hayan experimentado en alguna ocasión uno de esos raros despertares en los que, por una vez, vemos, oímos, comprendemos tantas cosas... todo... en un destello..., antes de sumirnos de nuevo en nuestra complicada somnolencia.








Por Joseph Conrad. Tomado del libro "Lord Jim" , Universidad Veracruzana, México, 2010.



Poema / Frank O´ Hara



No sería divertido
que El Dedo nos haya diseñado

para cagar solo una vez por semana?

Toda la semana engordamos
y engordamos y luego el domingo por la mañana
mientras todas están en misa

ploop!



1959







Por F
rank O´ Hara del libro "Lunch Poems". Versión de Alejandro Arras.

Carta a Clementina / Gilberto Owen


México, 10 de junio de 1928



A Dionisia



Ya sé (y lo sospechaba de antemano) que el tratar de conocerla me separó de usted inefablemente. Cada movimiento mío para explicármela, me aleja más y más de usted porque yo trato de ganar hacía adentro en profundidad, lo que siento imposible abarcar en extensión. Y me alejo de usted al adentrarme en su vida, porque usted esta solo en la superficie, por más que diga (o mejor, que no diga) y me mira, sin mover un dedo para detenerme, creer en fin en usted sin fondo. Una vez hablábamos de intentar yo conocerla, no teniendo llave de amor suyo, por el ojo de la cerradura del amor mío nomás. Y esto que era improbable, yo lo acepte creyendo que usted lo toleraba. Y cuando después estaba espiando, usted del otro lado cogió un alfiler para pincharme el ojo. Me refiero así, a que todas las veces que he tratado de abordarla anunciándoselo, usted se ha defendido contra mi ternura mañosamente. Tuve así que preferir entrar por la ventada, y como soy poco ágil, me he caído y seguiré cayendo en usted no se cuanto.
A veces me sorprendo mirándola enternecido; luego vuelve usted el rostro y me mira así, y como ya sé bien que es eso precisamente lo que le molesta, me improviso un gesto impertinente y le digo una tontería odiosa, que usted ve en mi boca y en mi rostro naturales por eso no la molestan. Porque es eso no la molestan. Porque es eso, el pensar que la delicadeza, la ternura, la nobleza son en mí postizas, lo que las hace ofensivas para usted, y es también el haberme pensado siempre una gente desagradable lo que hace que mis aristas las vea naturales y no la irriten ya, disculpándolas casi. Lo terrible es que ni usted ni yo podremos encontrar nunca, los gusanos llenos de manzana, usted por confiada, yo por amargado. Alguna vez me he puesto a pensar angustiado, en lo espantoso, en lo monstruoso que sería un noviazgo entre nosotros. Cruzo los brazos y la toco excesivamente dura y en punta, y yo tan blando que la vergüenza me golpea en lo único firme, mi amor a usted; cierro los ojos y la veo de luz de acero para cortar mi sombra, y me tapo los oídos para la cruel risa de su silencio clavada, en cada una de mis palabras que nacen como del suelo,  y en mi boca su dulzura para los otros me amarga sangre de mi lengua mordida. Dionisia, y me dan unas ganas de odiarla, y solo consigo odiarme en blandura y penumbra e insabor. Y es unir todo esto lo que me parece monstruoso y horrible, y sentirlo así, me hace empeñar en decirle a usted mis palabras más agrias, y sin ser verdad reposo y en filo para su mano y alejarme de usted infinitamente. Y solo me consuela no deberle nunca ninguna felicidad. Me parece que si no acabo voy a llorar muy cursi.





Por Gilberto Owen. Tomado del libro “Obras”, FCE.