Cerca del nuestro, hay otro barco en el desembarcadero y, en la orilla, frente a él, una multidtud de aldeanas. Evidentemente, alguna de éstas se embarcan para un viaje y otras las despiden niños; niños, canas y velos andan todos revuelto en la despedida.
Particularmente llama mi atención una muchacha. Tendrá unos once o doce años, pero es guapetona y regozante, y pudiera pasar por tener catorce o quince años. Tiene una cara simpática, muy trigueña pero muy hermosa. Su pelo está cortado como el de un muchacho y esto sienta bien a su expresión sencilla, franca y despejada. Tiene un niño en brazos y me mira con curiosidad que no se recata y seguramente sin falta de sinceridad ni inteligencia en su mirada. Su modo de ser -medio de muchacho, medio de niña- es singularmente atrayente; una amalgama nueva de desprocupación masculina y en encanto femenino. Yo no tenía idea de que hubiera tipos así entre nuestras aldeanas de Bengala.
Aparentemente, ninguna de esta familia padece de esceso de timidez. Una de ellas se ha soltado el pelo al sol y lo está peinando con sus dedos mientras conversa de sus asuntos domésticos, a voz en grito, con otra que está a bordo. Saco en claro que no tiene más hijos que una niña, criatura necia que no sabe cómo portarse ni como hablar y que ni siquiera distingue la diferencia entre parientes y extraños. También me entero de que el yerno ha salido un irresponsable y que su hija se niega a irse con su marido.
Cuando al fin fue la hora de arrancar, escoltaron a mi doncella del pelo corto -brazos regordetes y bien formados ajorcas de oro, cara sin hiel y ardiente- al barco. Yo adivinaba que ella volvía de casa de su padre a casa de su marido. Todas continuaban allí siguiendo el barco con la mirada; una o dos secáronse los ojos con el estremo suelto de sus saris. Una chiquilla, con su pelo atado muy apretado en un moño, se cojía al cuello de un mujer mayor y lloraba silenciosamente sobre su hombro. Tal vez estaba perdiendo a una adorada Didimani que jugaba con ella a las muñecas y que también le daría un palmetazo cuando era mala…
El tranquilo caminar flotante de un barco en la corriente tiene mucho de lo patético de una separación -se asemeja tanto a la muerte- del ser que se va perdiendo de vista mientras que los que quedan se regresan a la vida cotidiana secándose los ojos. Verdad es que la punzada que produce dura sólo un rato -tanto en los que se han ido como en los que se quedan-, siendo el dolor provisional y el olvido permanente. Pero, sin embargo, lo que es verdadero no es el olvido sino el dolor y, de vez en cuando, en la separación, o en la muerte, nos damos cuenta de esta terrible verdad.
Por Rabindranath Tagore. Tomado del libro "Entrevisiones de Bengala", ediciones Orbis.