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Grigori Wassiljewitsch, Fischer, 1840

Poemas / Javier Bautista












COCODRILO



A la manera de Efraín Huerta, el cocodrilo mayor



Me declaro
un cocodrilo empedernido
que no quiere morir solo:
moriré a mi lado.









PICOLA PATRIE

Vivo en un país pequeño:
sus mares son desiertos;
sus ríos a cerros se asemejan;
su único volcán se yergue en torre.

Vivo en un país pequeño:
su nación es mestizaje de palabras;
su capital es madre del pan de la tierra;
su raza es rebelde contra la alta sombra.

Es un país pequeño que cabe en el periódico.









BREVE EJERCICIO CONTRA LOS “BUENOS” POETAS

A todos los jóvenes poetas de mi generación,
a todos los maestros, compinches, estudiantes de licenciatura,
amantes de los estudios de posgrado, maricas, mujeres hermosas:
ésta es mi declaración contra el cinismo,
de aquellos que se llaman a sí mismos, artistas competentes.

Urge la revalorización del material de la metáfora, a ustedes,
hijos de buena sangre los admiro, no sin arrogancia
toda su parafernalia radica en la impostura de servir con engaño
las falacias y las dudas acerca de su obra. Incluso la mía.

Compañeros, críticos infames, jueces del verso y la carroña,
compañeros del coro de los ángeles, personajes creídos con ninguna influencia verdadera:
los admiro por ser tan leales a la causa del temple del absurdo.
Amigos, amantes recurrentes de mis frases comunes, no crean que lo saben todo:
yo soy un poeta malo y cumplo con mi farsa, sigo viendo la suerte echada en la conserva que se niega a darle sabor a mis palabras, sigo creyendo en la justicia de amar a las mujeres y no verlas. No tocarlas.
No sean fraudes ni vayan en bolita, meándose los unos a los otros.

Soy un poeta malo, lo confieso, admito mi silencio,
mas ustedes sigan con el juego si creen que son dignos de ese juego,
considérense completos (embusteros) si alguien los ayuda. Yo los admiro.

Soy un poeta malo y cumplo este ejercicio.





William Blake, "Oberon, Titania and Puck with Fairies Dancing" (1786)




Javier Bautista Muñoz (San Bernardino Contla, Tlaxcala, 1991). Estudiante de Lingüística y Literatura Hispánica en la Benemérita Universidad Autónoma de Puebla. Ha publicado en la única edición de Puntos suspensivos y en la Revista Cuatro Patios, ambas de la Facultad de Filosofía y Letras; así como en las revistas El Humo, Los idus de Marzo, Bistró, Bitácora de vuelo, Cinosargo (Chile), Enchiridion (UAQ), Círculo de Poesía y en los blogs El grito literario y Poetas Siglo XXI, Antología de poesía.

Tiempo Extra / Acsel Reyes






Eran ya cerca la media noche, lo sabía sin mirar el reloj. Era mi hora habitual de dormir, mas había algo diferente en aquella noche. El bullicio del día se sentía y se veía diferente desde mi balcón. Parecía que algo iba a suceder en ese instante y por lo cual debía prestar atención. Comencé a sentir la pesadez del silencio de la noche y apreté la mandíbula, preparándome para lo peor. Apunto de pensar que todo era producto de la misma imaginación que me hacía estar de pie, todo ocurrió: los ladridos de los perros apremiaron por su ausencia en un parpadeo, las calles eran el perfecto escenario para alguien con ambiciones suicidas. Me sentí reconfortado de haber pagado el alquiler. El tiempo se detuvo y más que maldecir mi paranoia, el nerviosismo se acrecentó en mí. Baje al vestíbulo sin la menor cautela y preocupación por el sueño que cubría los dormitorios. Busqué un vaso en los lavabos desordenando de la vieja vajilla. El contenedor estaba casi vacío, lo poco saciaba mi sed pero no mi ansiedad. Apreté  el paso y gire la llave. Lo hice con fuerza. ¡Nada! ¡Maldita sea!. Arrojé el vaso sobre el espejo resquebrajado y unido por garabatos de adherentes. Se encendieron las luces de las viejas habitaciones contiguas. Alumbraron mi taciturna y nerviosa figura de manera incriminatoria. Me quedé inmóvil, arrepentido, con una sonrisa cínica y quejumbrosa. Los dueños del apartamento bajaron de manera cautelosa, escoltados por los morenos y abyectos vigilantes. Seguramente pensaron que alguien intentaba entrar en el edificio. Encendieron la luz; ahí estaba yo. Su semblante cambio: se apaciguo. Sólo era yo; no hay nada que temer. No había llamado tanto la atención desde que me echaron del edificio del padre de Anel por líos de faldas, —pensé—. La anciana casera de faz cetrina, me miro con un semblante que reviviría a algún muerto.
—Este desastre saldrá en la cuenta a final de mes. Agradece que tu madre trabajo mucho tiempo en el despacho de mi padre. Te mereces que te echemos a patadas. ¡Eres moroso y ahora esto! ¡Deberías dejar esos malditos libros y hacer algo de provecho!. Hay que renunciar a muchas cosas, para ser una buena persona, ¿sabes?—dijo ella.
—Entiendo, ¿ya termino?, ¿Puedo marcharme?—dije.
—¡Largo!
Entré a mi viejo y acogedor dormitorio, mientras reía en mi mente cínicamente, escuchando sollozar y quejarse a la anciana: <<¡estoy harto de tener vagabundos aquí!>>.
¿Dónde había quedado aquel joven de cándida actitud?
Mientras bebía aquel cristalino e inocente vaso de agua, culpable tan sólo de la vida y ahora, cómplice de mis desplantes; pensé en lo que me dijo la casera de manera desesperada, más que de preocupación por mí. Sólo cuando una persona está desesperada, habla sobre tu bienestar. El corazón se usa para amar, sonar, suspirar, admirar; por lo que ella no estaba pensando en mí, sino en ella.
Por un momento pensé en irme a dormir, —no a descansar— pues uno sólo puede hacerlo, tras un día apacible, lleno de inocentes carcajadas y con el orgullo de conocer a alguna mujer que te haya hecho sentir que al menos contábamos en teoría para ellas. Cuánto oxigeno me dio aquello. Cuántas horas de descanso. Aquel día no era el caso: me sentía como un borracho pero no de aquellos que se volvían poetas, y que bebían para olvidar o para alegrarse; sino uno miserable, que bebía para que pasara algo. Sólo que esto era una simple analogía. Yo no tomaba, era abstemio. Soy demasiado cobarde para actuar sin supervisiones morales. Tengo mucha imaginación, con eso basta.

Esa noche ya no estaba impregnada de sosiego y monotonía, como el resto. Me reclamaba. Salí a dar un paseo. Lo bueno de vivir en el centro de la ciudad, es que todo está al alcance. Entré en el primer bar que se cruzo conmigo. La atmósfera estaba llena de olores pútridos, aglomeraciones perfectas para una mala compañía e insultos a mansalva. Nadie me notaba, era como una gota de agua en alguna roca lacerada por las olas del océano. Pedí un café. La respuesta de la camarera fue clara y puntual: <<eres idiota?>>.
No respondí, sólo sonreí inocentemente. Opté por sentarme en la barra y escuchar la música del lugar. Era lo único que hacia más amable el sitio, a veces la vida. Pronto salí de allí, sin antes dejarle una propina innecesaria a la camarera, para que pronto tuviera unos zapatos que hicieron juego con esas piernas. Al menos había hecho algo el día de hoy que podría contarles a mis compañeros oficinistas, mientras se mordían las uñas en los teclados de los ordenadores, que les hacía parecer amarrados. La noche se tornó lluviosa al salir; así que tenía que esperar en la acera con un techo protector, mientras sucumbía. De pronto en la esquina y a lo lejos caminaba una mujer que permanecía indómita ante el chaparrón de aquella noche. Su cabello negro y brillante, goteaba como el llanto desesperado de los hombres. Llevaba medias negras y unos tacones muy altos. Lucia muy bien, sabía caminar en tacones. Lo cual era un arte casi perdido. Se detuvo en la acera de enfrente, parecía esperar a alguien. Mientras más cerca de mi estaba, me termino por apantallar. Era demasiado hermosa. Yo nunca había sabido cómo comportarme frente a mujeres así; nunca había sabido como amarlas. Los sobrevivientes mal intencionados de aquella noche, no la merecíamos allí. Su figura era como la redención de los desesperados, el opio de los amantes a la belleza, el consuelo de los enamorados del amor.

 En mi vida había sido testigo de muchas mujeres hermosas, iniciado con mi madre pero ella era diferente al resto, o al menos comparadas con las que el corazón no fue obligado a olvidar. Era de una belleza desinteresada: no de aquella que impactaría al más descerebrado de los hombres y llamaría la atención de sus instintos. Su silueta necesitaba de una mirada interesada para desear amarla por siempre. Ella era una mujer de verdad. El diluvio comenzó a cesar. Podía mancharme pero la noche me reclamaba, ella me reclamaba. La llovizna se fue haciendo más tenue pero más fría. De pronto un tipo apareció, parecía ser a quien ella esperaba, a quien había esperado siempre. Era robusto, algo regordete; de tez obscura pero brillante ante la luz de los faros que nos vigilaban. Parecían discutir, al poco tiempo tomaron un taxi. No quise ni imaginar a donde se dirigían. El sujeto entro rápidamente en el asiento del copiloto y le reservo el asiento trasero a la chica. La manera tan desesperada de entrar, me hicieron pensar que seguirían discutiendo en otro lugar o a hacer lo que tuvieran que hacer. La mujer, entro lentamente al vehículo y justo antes de que su rostro se perdiera, detuvo su movimiento descendente y me miro —probablemente sólo se estaba cuidando de no golpearse la cabeza—, pero para mí, ella me miraba y yo la miraba. El tiempo colapso en el infinito de su brillante mirada y de aquellos labios apenas bañados por pequeñas gotas caídas de sus largas pestañas, me sonrío de una manera comprometedora, como si me prometiera que la volvería a ver. De pronto desapareció, bajo la poca precaución del conductor. Me marche tranquilo y rejuvenecido a casa. Hay momentos que valen más que muchas cosas —incluso lo que una vida—. Abrí  mi cuarto, observe mi cama. En la cómoda ya se encontraba la nota de pago que debía pagar por los desperfectos. No me importo, me hundí en las sabanas. Reí y comencé a llorar hasta que ya no quedo más. Después de aquello, me sentías limpio , auténtico, renovado. Deseaba que amaneciera y comenzar a ser una buena persona, mientras la figura de aquella mujer se reflejaba bajo el techo cuarteado. Pasaron tres semanas que tuvieron una importancia como para olvidarlas de inmediato, y pasaron a ser tiempo extra. Ese tiempo extra que tiene la vida, que parece no tener contenido alguno, ni significado.


La volví a ver mientras regresaba de perder de nuevo en el campo de soccer cercano a la pensión de donde ahora vivía. Me sentía muy bien a pesar del descalabro. Uno a los 20 años puede creerse cualquier cosa. Ahora ya no era así, pero no por mi inteligencia, sino por los irremediables golpes del tiempo. Debería ser ilegal tomar decisiones antes de los 25. Ya no quería ser profesional, ahora realmente me divertía. Ella caminaba con él de nuevo; parecían  sonrientes, mucho mejor. Ya no me sonrió, ni mucho menos me observó. Estaba concentrada en el paseo con su amado. Él sonreía cínicamente, sin saber la clase de mujer que tenía al lado. Se había  acostumbrado y eso era lo peor que podía pasarle a los enamorados: dejar de admirarse. No me sentí mal, todo lo contrario: siempre he sentido afinidad porque las mujeres mantengan el carácter de imposibles, pues eso las hace perfectas: no hay nada que hacer, sólo contemplarlas, admirarlas y soñar con ellas. Las mujeres que entran en mi vida  de inmediato paralizan mi raciocinio, me confunden, me enamoran. Uno nunca sabe de lo que está hecho hasta que le tocan el corazón. Ella merecía ser feliz, como solo una mujer sabe hacerlo. Cumplirá su promesa; lo sé, lo hará. Su belleza era un sueño del cual me sentiría arrepentido al despertar.



Henri Matisse, La Danse, 1909



Por Acsel Reyes. Estudiante de Relaciones Internacionales en la Benemérita Universidad Autónoma de Puebla.







¡A la brava, ése! / Jesús Romero






Raúl se despertó sabiendo que ése día no sería normal. Uno de los Ducks se atrevió a abusar de una de las morras de la banda y eso sólo podía significar venganza. La reunión sería ese mismo jueves, justo en la puerta trasera de la fábrica de harina. Y esa tarde ¡maldita sea! en esa tarde pasaría algo importante.
-Vamos a enseñarle a estos putos a respetar a las viejas- dijo el Mara, de modo imperativo a la banda.
- ¡Ora si se pasaron de verga!- Contestó Raúl, ansioso.
 – Nos veremos  hoy a las 7, justo aquí- comentó el Mara para concluir.       
El Flaco, como le decían a Raúl por apodo, se preparó para salir. Botas negras y viejas con estoperoles en las puntas, pantalones de Mezclilla sucios y rotos a causa de su trabajo como limpiaparabrisas. Camiseta negra con el logo de su banda favorita Transmetal,  y unos guantes raídos servirían como armadura para este guerrero de las calles.
El crepúsculo anunciaba la llegada del anochecer. La sombra de Raúl se extendía sobre la acera, denotando así una delgada pero fuerte figura de niño de 13 años. Y es que, en veces, esta vida que puede ser muy bella, pero también puede patearte en la cara; sobre todo cuando eres alguien que no se lo merece.
Todos estaban ahí, frente a la vieja puerta de metal de la fábrica; El Chiquito, un adolecente de 17 años, de tan sólo un metro y cuarenta de estatura, pero bastante bravo para darse en la madre; La Lagartija, un muchacho muy rápido y escurridizo, muy bueno para los putazos; La Vaca, con su siempre dulce función de pegamento y thinner dentro de  una bolsa, y otros cuantos, quizá siete o nueve, ayudarían a demostrar quienes eran los pinches amos de la calle. Y frente a todos estaba el Mara, El Gran Mara, portando un revolver en uno de sus bolsillos traseros, por si las cosas se salían de control ¡No podía tener ni siquiera 16 años y sabía perfectamente cómo disparar un arma!
-Escúchenme, soldados- dijo, con un tono de autoridad  que recordaba a Dracón-. Hoy vamos a romperle la madre a cualquier pendejo que se nos atraviese en camino. Hace unos días se quisieron sentir muy vergüdos los putos Ducks y violaron a Carmelita –Aclaró, mientras sujetaba con la mano derecha uno de los hombros de una muchacha morena- Hoy van a aprender esos pendejos que con Los Muertos no se juega. Yo sé que muchos piensan que esto es una mamada, pero entiendan algo: ahora fue ella, pero mañana pueden ser sus jefas o sus carnalas.
Para cualquier persona que observase en la distancia tal espectáculo podrían tacharlo de superficial y risible, nada más que un acto de vagancia y vandalismo. Ahora, aquellos muchachos no era sino una muestra de nuestros instintos, el arriesgar la vida por un ideal,  y lo oculto que vive en tantos ojos insondables; dolor, miedo e ira. Sin embargo, aquellas máscaras de hipocresía, que suelen abundar en las personas destinadas a tener miedo, hacían negar el hecho de que la vida no es sólo un egocentrismo estúpido, sino una lucha por lo que se cree.
Raúl escuchaba, absorto, mezclando en sus pensamientos una serie de ilógicas referencias sobre su infancia. Él ya no tenía una madre que perder, se había largado hace mucho tiempo para descansar en el cielo, te extraño jefa. Y su padre, bueno, no era precisamente lo que se espera de un padre. Noche tras noche, borrachera tras borrachera, y golpiza tras golpiza, le hicieron saber a Raúl una cosa muy importante que no se aprende hasta los treinta: estás sólo en este mundo, arréglatelas como puedas.
-¡Pinches vagos marihuanos! –gritó la voz de una mujer desde el otro lado de la calle- ¿Cómo no se van a chingar a sus casas?
-¿Quieres darte, Flaco?- preguntó la Vaca, mientras acercaba la bolsa que contenía la embriagante droga, ignorando así los lejanos reclamos.
-Simón, ése- contesto Raúl, inhalando con todas sus fuerzas de la bolsa. Elixir ¡oh dulce elixir que estremeces el alma, seduciéndola con el placer!
Podrían llamárseles delincuentes, ladrones, vagos perdidos en el vicio, pero nada de eso era así, y si lo eran existía un motivo importante. Si la vida es una mierda contigo, tú también tienes derecho a serlo con ella, dijo en cierta ocasión el Mara a Raúl.
Eran la Banda ¡Eran Los Muertos! y ningún otro tipo de personas significaban más para Raúl: para El Flaco. No, no eran ladrones, ni delincuentes, ni vagos, ellos eran guerreros. Cual templarios en busca de la copa de donde bebió su rey; como gladiadores que se batían hasta la muerte o como todos los jóvenes que murieron asesinados cumpliendo su deber en una guerra sin sentido. Sí, eso eran los Muertos; guerreros nacidos en el lugar y el siglo equivocado.
-Prepárense- ordenó el Mara- ahí vienen esos putos. Y le juro a Carmelita, frente a todos ustedes, que les vamos a sacar los ojos por el culo.
Al terminar su discurso el Mara señaló hacia el norte, los Ducks se aproximaban, doce matones de la peor clase; entre ellos algunos que casi duplicaban la edad de Raúl.
-¡Ya mamaron hijo de su puta madre!- gritó la Lagartija adelantándose, agitando una cadena en el aire.
-¡Chingas a tu madre pendejo!- respondió uno de los Ducks   
El Flaco estaba listo. Para él ahora la más grandiosa de las espadas era un palo de madera con un clavo atravesado en su punta, por escudo usaría una lámina de lata, con un dibujo de Coca Cola en el frente. Raúl acerco una vez más la bolsa con el thinner a su boca y narices para matar el miedo. Antes de devolver el tan peculiar contenedor la Vaca inquirió
-Tengo miedo Flaco ¿cómo le entro a los madrazos?- Por más adicto que fuera la Vaca a los inhalantes seguía teniendo once años. Su inocencia no le daba valor para enfrentarse al duelo que se aproximaba. Raúl meditó ¿Cuál era la manera correcta de dañar sin ser herido en el combate? La respuesta era obvia.
Ser un muchachito ya no es un derecho, ahora es un paso al abismo. Ser joven es una pelea a muerte, y eso significa matar para no morir.
-¡A la brava, ése!- contestó por último, antes de lanzarse a la batalla.


Lo primero en agitar el aire fue el zumbido de las piedras que salían disparadas de parte de ambos bandos. No eran lanzas o flechas, sino simplemente piedras; piedras asesinas, piedras que lastiman, piedras que matan.  Y casi lo hacen con un de los Ducks al golpearlo en la cabeza. Unos menos, pensó Raúl, uno menos con quien pelear. Los bandos estaban ahora de frente.
 -¡Sobres Chiquito!- grito el Mara- ¡Vas! -ordenó- ¡Quítame a este pendejo de encima!
-Toma puto- contestó el Chiquito, antes de asestar un golpe en la cara de un muchacho moreno y obeso que sujetaba al Mara.
-Ahuevo pinche Chiquito- afirmo el Gran Mara, con mucha gratitud. Una vez que ése Duck estaba tendido de bruces en el suelo ya no podría pelear.
La calle donde se suscitaba el enfrentamiento cambió de color de un momento a otro. De ser un sitio gris, con las paredes llenas de grafitis y manchadas por el smog  un vivo rojo carmesí trasformó el entrono. Sangre, sí, era sangre. Sangre de Muertos y Ducks. Odio, dolor, y sangre ¡Me encanta! pensó Raúl, antes de recibir una patada en el tobillo izquierdo. Giró sobre sus talones para encontrar un contrincante que media al menos dos metros de altura; era un monstruo enfundado en una chaqueta de cuero negro.
El puño izquierdo de la bestia descendía rápidamente para asestar un segundo golpe al Flaco, de no ser por el improvisado escudo todo habría terminado. El puño del matón se lastimó en la parte de los nudillos. ¿Era hora de celebrar?  Probablemente. De no ser por lo que sucedió en un instante sería algo oportuno.
 Aquel monstruo Duck era rápido y fuerte, eso estaba claro, y el golpe que terminó sobre el ojo derecho de Raúl lo confirmaba. La inflamación fue inmediata, inyectando de sangre a aquellos jóvenes ojos, ni siquiera su padre había logrado tal efecto. Claro, un pedazo de carne desollada por el azote de un cinturón o cardenales en la espalda eran duros, dolorosos, pero no tanto como que un puto Duck le pegara en la jeta. La piel era una cosa; el orgullo era otra. Además, el thinner ayudaba. ¡Gracias Vaca! 
 Un tercer golpe ya corría en el aire, apunto de acertar en el muchacho. De no ser por aquella letal espada, un palo con un clavo en su punta, el golpe sería fatal. Raúl agitó el arma sin ninguna certeza de acertar en su enemigo. Pero lo hizo. El monstruo cayó al suelo con una herida  en el muslo, chillando de dolor. No era suficiente excusa para visitar una sala de urgencias, pero si para derribarlo. Entre más grandes caen mejor.
-Pinche put…- anunció el gigante Duck, antes de recibir en su rostro las vieja botas de Raúl. Uno, dos, tres, cuatro. Patada tras patada, era furia la que deformaba el rostro del gigante. Furia contra su padre, furia contra un mundo lleno de mierda, furia contra los Ducks por violar a una inocente niña. Ahora Raúl era un hombre, era el Flaco, y si alguien se le enfrentaba seguramente perdería… a menos que le enterraran una navaja.  
Lo primero que sintió fue un extraño calor. Pero no como cuando se orinó en los pantalones por estar borracho, o como el ardor que le quedó después de encender un cigarrillo de marihuana. Este era un calor distinto, se sentía por dentro, en sus entrañas. Seguidamente una sustancia cálida corrió hacia sus pantalones, viscosa y extraña. Esa sensación ya la había sentido antes, pero solo en sus manos y en sus labios rotos. Era sangre. Era su sangre.
Raúl miró hacia atrás. De no ser por el escalofrío que empezaba a correrle por todo el cuerpo, y lo imposible que le resultaba ver correctamente tras el golpe del gigante hubiese visto el rostro de quien le hizo eso. Sin embargo sí vio algo… y era algo terrible.
 Una navaja estaba encajada en su costado derecho. Alrededor de ella una mancha de sangre se expandía lenta pero constantemente. El cielo parecía más cercano, el ruido de alrededor disminuía y el suelo se acercaba cada vez más a él. Quizá era él quien se acercaba más al suelo, ya no importaba.
Raúl perdía la conciencia. El escudo falló, la espada falló, el Flaco falló, y pronto todo terminaría. Estaba bien, morir no era tan malo. Juntos resistimos y divididos caemos, o algo por el estilo decía esa canción.  
Antes de perder el sentido lo escuchó.
¡PUM!
Eso fue el fin de todo.


Raúl se despertó sabiendo que ése día no fue normal. Un Ducks se atrevió a  enterrarle una navaja, y… nada más. Esos no significaba nada, a excepción de que su ropa de bandolero fueron cambiadas por una bata blanca y suave.
-Hijo- Dijo una voz llena de alegría- pensé que no despertarías nunca- Era su padre, sentado a un lado de la cama donde Raúl yacía recostado.
-Estás en el hospital-  aclaró el padre de Raúl- ayer te pegaron y te picarón con una navaja. ¿Cómo estás, chiquito?
- Bien jefe- Eso era una mentira, después de ser apuñalado y tener el ojo más hinchado que una toronja nadie estaba bien- ¿Dónde está el Mara?
-Al Mara lo levantó la policía- contestó el padre- le disparó a un muchacho.
El padre de Raúl empezó así a relatar qué sucedió durante la pelea. Tras unos minutos del conflicto, llegaron al lugar algunas patrullas, cinco de sus amigos fueron atrapados, sin contar a los ocho Ducks que terminaron tras las rejas. Al Mara lo atraparon a unas cuantas cuadras, acusándolo de ser el culpable de la muerte de Santiago Castillo de 19 años. El revólver cumplió su misión de manera correcta. Pese  a la presencia de la tira el resto de los muchachos escapó.
Según un informe, fue el propio Santiago quien apuñaló a Raúl, además de ser el presunto violador de la señorita Carmela Vázquez. Gracias Mara, pensó el Flaco, al menos a ése pendejo le salió bastante caro. El relato del padre continuó hasta verse interrumpido por las lágrimas que asomaron en sus ojos.
-Hijo, lo siento- Dijo, con voz temblorosa- Perdóname, por favor. Te fallé y no te cuidé como debía. Lo lamento mucho.
-No hay pedo, jefe- contestó Raúl, casi arto por los inoportunos sollozos.
- Gracias- le respondió, enjugándose el rostro. Tras un momento de silencio pregunto al chico - Pero… ¿cómo pudiste soportar tantos golpes?
Raúl lo meditó un momento ¿Cómo demonios logró burlarse de la muerte si ella ya tomaba la mano de él? La respuesta era obvia, porque este mundo es una mierda y todo lo que hay en él; es por ello que hay que enfrentarlo con valor. Tras una pequeña risa contestó.


-¡A la brava, ése! 


Ilustración por Marco Bochicchio




Por Jesús Romero. Estudiante de la carrera de Ciencias Políticas en la Benemérita Universidad Autónoma de Puebla.











   

Algo fugaz / Eduardo Villaraldo

C apareció y permaneció en mi vida como una lluvia en invierno.
Algunas noches, cuando regresaba a casa y no me vencía el sueño, le contaba a Jaja de ella. Le conté, por ejemplo, de aquel día que me persuadió para ir a una tocada de un músico local, y bebimos tantos litros de cerveza que agoté mi dinero sin darme cuenta. Y cuando la cerveza nos tenía en sus manos y nos mecía, y ambos estábamos calientísimos nos fuimos a un motel. Jodido lugar. Apenas tenían suites desocupadas y yo no tenía ni un quinto. Entonces C se ofreció a pagar (o quizá yo se lo sugerí). Y después que C le dio el dinero al encargado tuvimos una noche apresurada. Aunque me había masturbado un par de ocasiones antes de salir de mi casa, mi verga apenas aguantó dos sesiones. Y la segunda fue un asunto de espanto. Sí, fue una mala experiencia.
Cada noche que yo le contaba un nuevo episodio a Jaja, él daba un ladrido y movía la cola de un lado a otro.
Otra ocasión le conté de cuando C amó. Había sido un amor indigno y atroz, pero C no oía palabra alguna y no veía más allá del cuerpo del hombre al que amaba. Ese amor se tradujo en angustias y C cada vez fue peor. Al mismo tiempo que C amó, yo me enamoré de ella. Y mi amor también se volvió indigno y atroz, pero a diferencia de su amor, el mío no tuvo el vigor suficiente para cegarme por completo. Yo podía escuchar y ver más allá de ella, aunque eran percepciones mínimas, eso era una ventaja.
Cuando el efecto de aquel amor fue disminuyendo, C comenzó a beber con regularidad. Yo la acompañé un par de veces. Pero en ninguna de esas dos ocasiones yo bebí. Ella bebía con quien quisiera beber, y yo me limitaba a verla de lejos. En ambas ocasiones, cuando C ya estaba ebria y quería irse a su casa, procedió de la misma manera: me tomó de la mano y salimos a la calle. Y antes de poderla subir a un taxi, se tiró en la banqueta, abrió las piernas, se subió la falda y puso a disposición de quien pasara por ahí su calzón blanco y sus largos vellos púbicos que escapaban por el borde de su calzón. Y después de tardar algunos minutos en pararla, C quiso comprar vodka y seguir bebiendo en su casa. Bueno, las borracheras tampoco eran cosa que le asentaran.
Pero un día C dejó el alcohol. Y entonces ella y yo seguimos saliendo pero todo lo que tomábamos eran cafés o tés. Y en una de esas salidas, luego de tomar algunos cafés y de calentarnos en ese café-bar, salimos a la calle y fajamos bajo una lámpara de escueta luz. Al poco rato pasó una patrulla, y yo tuve la suerte (¿sí?) de verla, y entonces desenterré mi cara de sus grandes tetas y quité mi mano de sus nalgas. Y ella devolvió mi verga a mi pantalón y se colgó de mi cuello. Y luego, aún calientes, cada quien caminó por su lado. La espontaneidad también la jodía.

Y cuando me enteré de su muerte no tardé en decírselo a Jaja. Todo en la vida de C había sido eso. Alcé mis hombros, ladeé mi cabeza y antes de estallar en una carcajada tuve un último recuerdo de ella. Recordé cuando yo iba en el colectivo y la confundí con un borracho que estaba tirado en la esquina de una calle, cerca de una maceta, y caprichosamente tenía puesto un vestido café y unos zapatos de hombre; yo me apeé del colectivo y comprobando que no era ella abordé el siguiente. Luego de ese recuerdo lo dije: bueno, de todos modos, su vida había sido una mala experiencia. Jaja ladró, y en lugar de mover la cola esta vez se meó en la pata de mi cama. 





Por Eduardo Villaraldo. Estudiante de Derecho en la Benemérita Universidad Autónoma de Puebla.



Poemas / Eduardo Elizalde





(a Leopoldo María Panero)

No traigan hijos a la vida
déjenlos en su quieta muerte
no los traigan a este valle de gólgotas
para ser uno más de sus anhelos
no cultiven la carne más allá de lo turbio
fugaz y duradero del trato con la nada
recibirán injuria
vejaciones divinas
un hijo es una parcela de muerte
cuya labranza de su fango
gime frutos ponzoñosos.


(a Juan Gelman)

Mundo
en cuál pestaña
has guardado al mundo
ciego flaco
tumefacto de flores plásticas
hondo-nada-en-el-olfato
vete a parir ya otros huesos
aquí el polvo ya nos cuida





Weltanschauung

a Roberto Bolaño

Poeta no es aquel que vive de la poesía (si se me permite
la rauda expresión)
Poeta es quien vive (en) la poesía
(si es que alguna vez ha brillado
como moneda en coladera)




Manuscrito hallado en un billete de $100

Baila en mi lengua tu nombre
pájara de cuatrocientas voces




Ejercicio de negación No. 314

A los académicos les gustan los poetas
A los poetas no les gustan los académicos



Prioridad

uno escribe tensado el vacío
diciéndole al verso que hable que escupa
todo aquello que no puede decir
pero estos asuntos no importan mucho

importa que yo te escribo en la noche
importa que yo te escribo la noche






Por Eduardo Elizalde. Estudiante de historia en la Benemérita Universidad Autónoma de Puebla.