Raúl se despertó
sabiendo que ése día no sería normal. Uno de los Ducks se atrevió a abusar de
una de las morras de la banda y eso sólo podía significar venganza. La reunión
sería ese mismo jueves, justo en la puerta trasera de la fábrica de harina. Y
esa tarde ¡maldita sea! en esa tarde pasaría algo importante.
-Vamos a enseñarle a estos putos a
respetar a las viejas- dijo el Mara, de modo imperativo a la banda.
- ¡Ora si se
pasaron de verga!- Contestó Raúl, ansioso.
– Nos
veremos hoy a las 7, justo aquí-
comentó el Mara para concluir.
El Flaco, como le
decían a Raúl por apodo, se preparó para salir. Botas negras y viejas con
estoperoles en las puntas, pantalones de Mezclilla sucios y rotos a causa de su
trabajo como limpiaparabrisas. Camiseta negra con el logo de su banda favorita Transmetal, y unos guantes raídos servirían como armadura para este
guerrero de las calles.
El crepúsculo
anunciaba la llegada del anochecer. La sombra de Raúl se extendía sobre la
acera, denotando así una delgada pero fuerte figura de niño de 13 años. Y es
que, en veces, esta vida que puede ser muy bella, pero también puede patearte
en la cara; sobre todo cuando eres alguien que no se lo merece.
Todos estaban ahí,
frente a la vieja puerta de metal de la fábrica; El Chiquito, un adolecente de
17 años, de tan sólo un metro y cuarenta de estatura, pero bastante bravo
para darse en la madre; La Lagartija, un muchacho muy rápido y escurridizo,
muy bueno para los putazos; La Vaca, con su siempre dulce
función de pegamento y thinner dentro de una bolsa, y otros cuantos,
quizá siete o nueve, ayudarían a demostrar quienes eran los pinches
amos de la calle. Y frente a todos estaba el Mara, El Gran
Mara, portando un revolver en uno de sus bolsillos traseros, por si las
cosas se salían de control ¡No podía tener ni siquiera 16 años y sabía
perfectamente cómo disparar un arma!
-Escúchenme, soldados- dijo, con un tono
de autoridad que recordaba a Dracón-. Hoy vamos a
romperle la madre a cualquier pendejo que se nos atraviese en camino. Hace unos
días se quisieron sentir muy vergüdos los putos Ducks y violaron a Carmelita –Aclaró,
mientras sujetaba con la mano derecha uno de los hombros de una muchacha morena-
Hoy van a aprender esos pendejos que con Los Muertos no se juega. Yo sé que
muchos piensan que esto es una mamada, pero entiendan algo: ahora fue ella,
pero mañana pueden ser sus jefas o sus carnalas.
Para cualquier
persona que observase en la distancia tal espectáculo podrían tacharlo de
superficial y risible, nada más que un acto de vagancia y vandalismo. Ahora,
aquellos muchachos no era sino una muestra de nuestros instintos, el arriesgar
la vida por un ideal, y lo oculto
que vive en tantos ojos insondables; dolor, miedo e ira. Sin embargo, aquellas
máscaras de hipocresía, que suelen abundar en las personas destinadas a tener
miedo, hacían negar el hecho de que la vida no es sólo un egocentrismo estúpido,
sino una lucha por lo que se cree.
Raúl escuchaba,
absorto, mezclando en sus pensamientos una serie de ilógicas referencias sobre
su infancia. Él ya no tenía una madre que perder, se había largado hace mucho
tiempo para descansar en el cielo, te
extraño jefa. Y su padre, bueno, no era precisamente lo que se espera de un
padre. Noche tras noche, borrachera tras borrachera, y golpiza tras golpiza, le
hicieron saber a Raúl una cosa muy importante que no se aprende hasta los
treinta: estás sólo en este mundo, arréglatelas como puedas.
-¡Pinches vagos
marihuanos! –gritó la voz de una mujer desde el otro lado de la calle- ¿Cómo no
se van a chingar a sus casas?
-¿Quieres darte,
Flaco?- preguntó la Vaca, mientras acercaba la bolsa que contenía la
embriagante droga, ignorando así los lejanos reclamos.
-Simón, ése-
contesto Raúl, inhalando con todas sus fuerzas de la bolsa. Elixir ¡oh dulce
elixir que estremeces el alma, seduciéndola con el placer!
Podrían llamárseles
delincuentes, ladrones, vagos perdidos en el vicio, pero nada de eso era así, y
si lo eran existía un motivo importante. Si la vida es una mierda
contigo, tú también tienes derecho a serlo con ella, dijo en cierta ocasión
el Mara a Raúl.
Eran la Banda ¡Eran
Los Muertos! y ningún otro tipo de personas significaban más para Raúl: para El
Flaco. No, no eran ladrones, ni delincuentes, ni vagos, ellos eran guerreros.
Cual templarios en busca de la copa de donde bebió su rey; como gladiadores que
se batían hasta la muerte o como todos los jóvenes que murieron asesinados
cumpliendo su deber en una guerra sin sentido. Sí, eso eran los Muertos;
guerreros nacidos en el lugar y el siglo equivocado.
-Prepárense- ordenó
el Mara- ahí vienen esos putos. Y le juro a Carmelita, frente a todos ustedes,
que les vamos a sacar los ojos por el culo.
Al terminar su
discurso el Mara señaló hacia el norte, los Ducks se aproximaban, doce matones
de la peor clase; entre ellos algunos que casi duplicaban la edad de Raúl.
-¡Ya mamaron hijo
de su puta madre!- gritó la Lagartija adelantándose, agitando una cadena en el
aire.
-¡Chingas a tu
madre pendejo!- respondió uno de los Ducks
El Flaco estaba
listo. Para él ahora la más grandiosa de las espadas era un palo de madera con
un clavo atravesado en su punta, por escudo usaría una lámina de lata, con un
dibujo de Coca Cola en el frente. Raúl acerco una vez más la bolsa con el
thinner a su boca y narices para matar el miedo. Antes de devolver
el tan peculiar contenedor la Vaca inquirió
-Tengo miedo Flaco
¿cómo le entro a los madrazos?- Por más adicto que fuera la Vaca a los
inhalantes seguía teniendo once años. Su inocencia no le daba valor para
enfrentarse al duelo que se aproximaba. Raúl meditó ¿Cuál era la manera correcta de dañar
sin ser herido en el combate? La respuesta era obvia.
Ser un muchachito
ya no es un derecho, ahora es un paso al abismo. Ser joven es una pelea a
muerte, y eso significa matar para no morir.
-¡A la brava, ése!-
contestó por último, antes de lanzarse a la batalla.
…
Lo primero en
agitar el aire fue el zumbido de las piedras que salían disparadas de parte de
ambos bandos. No eran lanzas o flechas, sino simplemente piedras; piedras
asesinas, piedras que lastiman, piedras que matan. Y casi lo hacen con un de los Ducks al golpearlo en la
cabeza. Unos menos, pensó Raúl, uno menos con quien pelear. Los bandos estaban
ahora de frente.
-¡Sobres
Chiquito!- grito el Mara- ¡Vas! -ordenó- ¡Quítame a este pendejo de encima!
-Toma puto-
contestó el Chiquito, antes de asestar un golpe en la cara de un muchacho
moreno y obeso que sujetaba al Mara.
-Ahuevo pinche
Chiquito- afirmo el Gran Mara, con mucha gratitud. Una vez que
ése Duck estaba tendido de bruces en el suelo ya no podría pelear.
La calle donde se
suscitaba el enfrentamiento cambió de color de un momento a otro. De ser un
sitio gris, con las paredes llenas de grafitis y manchadas por el smog un vivo rojo carmesí trasformó el
entrono. Sangre, sí, era sangre. Sangre de Muertos y Ducks. Odio, dolor, y
sangre ¡Me encanta! pensó Raúl, antes de recibir una patada en el tobillo
izquierdo. Giró sobre sus talones para encontrar un contrincante que media al
menos dos metros de altura; era un monstruo enfundado en una chaqueta de cuero
negro.
El puño izquierdo
de la bestia descendía rápidamente para asestar un segundo golpe al Flaco, de
no ser por el improvisado escudo todo habría terminado. El puño del matón se
lastimó en la parte de los nudillos. ¿Era hora de celebrar? Probablemente.
De no ser por lo que sucedió en un instante sería algo oportuno.
Aquel
monstruo Duck era rápido y fuerte, eso estaba claro, y el golpe que terminó
sobre el ojo derecho de Raúl lo confirmaba. La inflamación fue inmediata,
inyectando de sangre a aquellos jóvenes ojos, ni siquiera su padre había
logrado tal efecto. Claro, un pedazo de carne desollada por el azote de un
cinturón o cardenales en la espalda eran duros, dolorosos, pero no tanto como
que un puto Duck le pegara en la jeta. La piel era una cosa;
el orgullo era otra. Además, el thinner ayudaba. ¡Gracias Vaca!
Un tercer
golpe ya corría en el aire, apunto de acertar en el muchacho. De no ser por
aquella letal espada, un palo con un clavo en su punta, el golpe sería fatal.
Raúl agitó el arma sin ninguna certeza de acertar en su enemigo. Pero lo hizo.
El monstruo cayó al suelo con una herida en el muslo, chillando de
dolor. No era suficiente excusa para visitar una sala de urgencias, pero si
para derribarlo. Entre más grandes caen mejor.
-Pinche put…-
anunció el gigante Duck, antes de recibir en su rostro las vieja botas de Raúl.
Uno, dos, tres, cuatro. Patada tras patada, era furia la que deformaba el
rostro del gigante. Furia contra su padre, furia contra un mundo lleno de
mierda, furia contra los Ducks por violar a una inocente niña. Ahora Raúl era
un hombre, era el Flaco, y si alguien se le enfrentaba seguramente perdería… a menos
que le enterraran una navaja.
Lo primero que
sintió fue un extraño calor. Pero no como cuando se orinó en los pantalones por
estar borracho, o como el ardor que le quedó después de encender un cigarrillo
de marihuana. Este era un calor distinto, se sentía por dentro, en sus entrañas.
Seguidamente una sustancia cálida corrió hacia sus pantalones, viscosa y extraña.
Esa sensación ya la había sentido antes, pero solo en sus manos y en sus labios
rotos. Era sangre. Era su sangre.
Raúl miró hacia
atrás. De no ser por el escalofrío que empezaba a correrle por todo el cuerpo,
y lo imposible que le resultaba ver correctamente tras el golpe del gigante
hubiese visto el rostro de quien le hizo eso. Sin embargo sí vio algo… y era
algo terrible.
Una navaja estaba
encajada en su costado derecho. Alrededor de ella una mancha de sangre se
expandía lenta pero constantemente. El cielo parecía más cercano, el ruido de
alrededor disminuía y el suelo se acercaba cada vez más a él. Quizá era él
quien se acercaba más al suelo, ya no importaba.
Raúl perdía la
conciencia. El escudo falló, la espada falló, el Flaco falló, y pronto todo
terminaría. Estaba bien, morir no era tan malo. Juntos resistimos y
divididos caemos, o algo por el estilo decía esa canción.
Antes de perder el
sentido lo escuchó.
¡PUM!
Eso fue el fin de
todo.
…
Raúl se despertó
sabiendo que ése día no fue normal. Un Ducks se atrevió a enterrarle
una navaja, y… nada más. Esos no significaba nada, a excepción de que su
ropa de bandolero fueron cambiadas por una bata blanca y suave.
-Hijo- Dijo una
voz llena de alegría- pensé que no despertarías nunca- Era su padre, sentado a
un lado de la cama donde Raúl yacía recostado.
-Estás en el
hospital- aclaró el padre de Raúl- ayer te pegaron y te picarón con
una navaja. ¿Cómo estás, chiquito?
- Bien jefe- Eso
era una mentira, después de ser apuñalado y tener el ojo más hinchado que una
toronja nadie estaba bien- ¿Dónde está el Mara?
-Al Mara lo levantó
la policía- contestó el padre- le disparó a un muchacho.
El padre de Raúl
empezó así a relatar qué sucedió durante la pelea. Tras unos
minutos del conflicto, llegaron al lugar algunas patrullas, cinco de sus
amigos fueron atrapados, sin contar a los ocho Ducks que terminaron tras las
rejas. Al Mara lo atraparon a unas cuantas cuadras, acusándolo de ser el
culpable de la muerte de Santiago Castillo de 19 años. El revólver cumplió su
misión de manera correcta. Pese a
la presencia de la tira el resto de los muchachos escapó.
Según un informe,
fue el propio Santiago quien apuñaló a Raúl, además de ser el presunto violador
de la señorita Carmela Vázquez. Gracias Mara, pensó el Flaco, al
menos a ése pendejo le salió bastante caro. El relato del padre
continuó hasta verse interrumpido por las lágrimas que asomaron en sus ojos.
-Hijo, lo siento-
Dijo, con voz temblorosa- Perdóname, por favor. Te fallé y no te cuidé
como debía. Lo lamento mucho.
-No hay pedo,
jefe- contestó Raúl, casi arto por los inoportunos sollozos.
- Gracias- le respondió,
enjugándose el rostro. Tras un momento de silencio pregunto al chico - Pero… ¿cómo
pudiste soportar tantos golpes?
Raúl lo meditó un
momento ¿Cómo demonios logró burlarse de la muerte si ella ya tomaba la mano de
él? La respuesta era obvia, porque este mundo es una
mierda y todo lo que hay en él; es por ello que hay que enfrentarlo con valor.
Tras una pequeña risa contestó.
-¡A la brava, ése!
Ilustración por Marco Bochicchio |
Por Jesús Romero. Estudiante de la carrera de Ciencias Políticas en la Benemérita Universidad Autónoma de Puebla.